Hace unos días el diario El Mundo publicaba una entrevista con varios guionistas de “El club de la comedia”, un programa que un poco a lo tonto se ha ido convirtiendo en el paradigma de la corrección política en este país. Al ser preguntado por la existencia de los tabúes en el programa, uno de los guionistas afirmaba sin rubor alguno que en este país no existen los tabúes, sólo las cosas de las que conviene no hablar. Semejante eufemismo desbribe bastante bien la situación en la que nos encontramos. Vivimos rodeados de tabúes que nos negamos a aceptar como tales. Nos movemos en un clima de autocensura que asimilamos con una sonrisa como si se tratase de un imperativo moral. Un tabú pierde toda su fuerza cuando es reconocido como tal. Mientras tanto, tiene otros nombres y no abordarlo es de sentido común. Frecuentemente olvidamos también que ese “sentido común” es profundamente aleatorio, débil, discutible y que tiene fecha de caducidad.
Venga, ahora en serio, hablemos claro: en este país, tal vez ahora más que nunca, estamos dominados por los tabúes. Y existe una censura muy poderosa que es la que nos imponemos a nosotros mismos sin darnos cuenta. Si esto se limitara a unos cuantos programas familiares, y “El club de la comedia” lo es, no habría ningún problema. El problema es cuando la autocensura domina los programas supuestamente trasgresores y, por extensión, es la pauta que define y controla nuestros comportamientos más extremos y maginales, convirtiéndolos en reacciones previsibles, determinadas y absolutamente integradas en el orden general de las cosas.
A estas alturas hasta la actitud del amigo bocazas del grupo, ese borrachuzo que siempre se las desea por meterla en caliente, bebe a dos manos y suelta burradas cada dos por tres, va a aparecer con un letrero inferior de “no recomendado para menores de 7 años”. La calificación de 7 años marca exactamente eso: una subversión que fracasa, pero de la que se da constancia por si acaso. Incluso el cine ya está certificando la defunción de estos personajes que hasta hace poco eran los únicos residuos refrescantes de la mentalidad ácrata: “Carta blanca”, “Resacón en las Vegas”, “Jacuzzi al pasado” o la reciente “Como acabar con tu jefe” son los tragicómicos panegíricos no sólo del fin de la era de la dominación masculina (o mejor, de esa dominación asimilada, socialmente aceptada, alentada por la comodidad de las mujeres) en los juegos sexuales y amorosos, sino una manifestación más de la imposición del respeto universal hacia todo y todos.
Por supuesto que quedan tabúes que conviene reventar y airear de cuando en cuando. Ahora mismo usted está pensando en unos cuantos pero no se atreve a decirlos. Es muy libre de hacerlo, pero tenga muy claro que si no lo hace es porque se trata de un tabú, no porque no crea conveniente y educado nombrarlo ahora. Cuando pensamos esto, y nos autocensuramos, es que el virus del tabú ya está en marcha, haciendo de las suyas en nuestro organismo (y en el del sistema) y la creencia ya está arraigada e interiorizada hasta tal punto que volver a empezar de cero implicaría dinamitar unas cuentas montañas. Una vez interiorizado, el tabú se convierte en la única ley, bajo las formas más pomposas: educación, buen gusto, sentido común, o como se nos ocurra llamarlo.
Existen, decía, numerosos tabúes en la prensa escrita, en el humor, en el cine, en la literatura. Cuanto más rompedor y marginal aparente ser un género más tabúes necesita para sostenerse (no hay más que echar un vistazo a las normativas que tiene que cumplir cada producción pornográfica, en las que ni siquiera puede aparecer… ¡el signo de la Cruz Roja!) Lo peor de todo es que estos tabúes han llegado a estar controlados directamente por la Ley y trasgredirlos implica no sólo ir contra esa cosa amorfa llamada moral, sino directamente virar de ciudadano a alguien fusilable. Hacerle daño a los tabúes es meterse en líos. O incluso tener que pagar mucho dinero para compensar al sistema. Cuando pensamos en este tipo de cosas, nos damos cuenta de hasta qué punto vivimos en una dictadura de la moral de unos pocos.
Pero, qué digo, supongo que somos más felices y nos quedamos más tranquilos diciendo eso de que hay temas en los que, por educación y respeto, es mejor no meterse. Hay límites que conviene no pasar, por Dios, cómo nos atreveríamos siquiera a pensar lo contrario…
Deja un comentario