La tarde del 16 de marzo de 2010 me hallaba yo en la biblioteca Jaume Fuster del barrio de Lesseps, en Barcelona, en la tesitura de aproximarme para ver mejor a una chica que estaba sentada al final de un corredor. Justamente el corredor de la ficción, quiero decir, de la literatura, las novelas y eso. No disponía de catalejo ni cámara fotográfica equipada, así que resolví matar dos pájaros de un tiro acercándome paulatinamente a ella, chequeando las estanterías, alfabéticamente, en busca de un libro para llevarme a casa. Ya que ese era el objeto principal de mi presencia allí. Me debatía entre no sé cuál de Nabokov, uno de un francés que decían que era el nuevo Houellebecq, o algo así, y En deuda con el placer, de John Lanchester. Editado este último, cómo no, maldita sea, por Anagrama. No me sonaba de nada, pero me gustaba el título y la sinopsis, aunque el apellido Lanchester tuviera un no sé qué de sibaritismo trasnochado, como de salón de té inglés que en realidad es una tapadera para sodomitas. Ahora que lo pienso, la mayoría de salones de té son tapaderas para todo tipo de perversiones.
Cogí el de Lanchester. El libro está narrado por un tal Tarquin Winot, que, pese a lo que pueda parecer por la sonoridad de su nombre y apellido, es un caballero inglés. Amante de la alta cocina, entre otras exquisiteces. Y la novela es el dietario de este señor, que, por un lado, quiere escribir el manual de cocina definitivo (hay partes que explican en detalle cómo cocinar ciertos platos) y, entre menú y menú, recuerda fragmentos inconexos de su vida, va saltando entre el pasado y el presente, interrumpiendo constantemente su relato para hacer reflexiones sobre casi todo, a menudo desde una lucidez extrema, colindante con la psicopatía, otras veces, directamente, desde la locura. Es una novela desconcertante: a ratos me aburría con las detalladas descripciones de las recetas, pero cuando estaba a punto de abandonar y desentenderme del libro, en el siguiente párrafo el hijo de perra de Lanchester me arrancaba una carcajada con alguna anécdota particularmente malvada, sórdida o demente, o algún comentario envenenado sobre todas esas cosas que tanto gustan a los ingleses: las costumbres, las formas, la educación y todo eso. Y la narración es tan fragmentaria y desordenada que a menudo uno no acaba de saber dónde está. El tipo te está hablando sobre los platos más adecuados para comer en verano y, de repente, cambia radicalmente de tema y te comenta que acaba de comprar uno de esos dispositivos de rastreo que venden en las tiendas de espías y lo ha adosado al coche de una parejita a la que está siguiendo…
Tengo ganas de releerlo, porque recuerdo que, en su momento, me reí de lo lindo con muchos pasajes del libro y, sin embargo, ahora apenas recuerdo ninguno en concreto. El resto de obras publicadas por John Lanchester parecen más bien normales. Lo último que ha publicado es ¡Huy!, un ensayo, dicen que muy incisivo y recomendable, sobre la crisis financiera actual. Pero En deuda con el placer es, desde luego, una pequeña joya del humor inglés más esquinado y salvaje. Muy adecuada para leer en vuestra segunda residencia en la playa, por las noches, cuando la ausencia de luz solar impide mirar a mujeres en cueros. Respecto a la chica de la biblioteca, confesaré que era un mcguffin. Así como a menudo tratamos de dignificar las tareas más vergonzantes y deshonrosas, echando mano de eufemismos, lamentos y excusas baratas, creo que también es una elección interesante la de realizar la operación inversa. No soy un intelectual, soy un depravado.
Bravo.
Vaya, y yo que pensaba que eran la misma cosa…
Lo que es la vida. Yo ahora mismo estoy leyendo ese libro que tambien lo he pillao de la biblioteca Jaume Fuster de Lesseps.
Me hace gracia conocer a alguien que haya leído y tenido físicamente ese libro. Muchas veces fantaseo con los anteriores lectores del libro que yo he escogido y qué opinarán del mismo.
Ahora he tenido una estupenda ocasión de vivirlo.
Y por cierto. Estoy absolutamente de acuerdo con tus opiniones al respecto del mismo