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Toni Junyent La paz mundial

Toni Junyent (Igualada, Barcelona, 1983), si más no, logró licenciarse en Periodismo al mismo tiempo que iba envenenando su alma con cine raro. Lo único que hemos visto de él hasta el momento son sus colaboraciones como articulista en lugares como Contrapicado, Miradas de Cine o H Magazine. Toni es uno de los responsables del legendario cortometraje 'Avui Follem', obra que marcó a una generación. Interpretó tres papeles distintos (que desaparecieron del montaje final) en '¡Maldito Bastardo!', la opera prima de su amigo Javi Camino, con quien volvió a unir fuerzas para gestar ‘Un chico raro’, un corto desviado que nos desvela que, mucho antes de que este blog naciera, Toni quería ser detective privado.

L’Alternativa: de películas y almohadas

Aunque no sé si las películas y demás audiovisuales que se proyectan en L’Alternativa representan el cine del futuro o los límites de la realidad, sí que parece haber, por parte de la organización del 18º Festival de Cinema Independent de Barcelona, cierta voluntad de introducir al espectador en un universo cuasi de ciencia-ficción. Para llegar al Teatro del CCCB, una de las salas de proyección del festival, hay que cruzar el hall del centro cultural barcelonés, donde puedes detenerte y tumbarte en unos cojines cuya misión es la de facilitar la ascensión o el trance que los cortos que allí se proyectan aspiran a inducir. Y la gente, en efecto, se tumba. Las chicas modernas juntan sus bufandas, guantes, bolsos y auriculares de esquimal en un montoncito, pirámides de ropa a su lado, y dejan reposar sus cuerpos, confiadas de que en un festival de cine independiente no es de recibo que aparezcan a su lado hombres desnudos y erectos. Temerosas de ello, o quizá receptivas, esperando un milagro navideño. Es lo más parecido a una orgía que te puedes encontrar en un evento de estas características. Para llegar al Teatro del CCCB hay que cruzar esa sala y luego adentrarse por unos pasadizos cuya refulgente blancura te hace sentir por un momento en el interior de una instalación extraterrestre ultrasecreta. Subes las escaleras mecánicas y, después de pasar un escáner retinal entras en una nave que, según Domingo López, “parece un lugar mucho más adecuado para ejecuciones que para proyectar cine”. Yo no diría tanto: a mí me parece un lugar chulo y atmosférico para proyectar cine, aunque es cierto que tiene un aire muy de sala de ensayo para grupos experimentales o para rodar A CCCB film. También allí hay un pequeño espacio reservado, con cojines, para la gente que los prefiere a las butacas. De alguna manera, te están diciendo que vas a ver algo difícil, complejo, duro, quizá indigesto, así que ponte cómodo…

Aquí es a dónde va hoy en día la gente moderna que quiere tener experiencias cercanas a la muerte.

La vida útil

Esto de arriba no es un episodio dentro de la crónica, sino que es el título del primer filme que vimos en el certamen. Segundo largo del uruguayo Federico Veiroj, tras Acné, que hace tiempo que la quiero ver, La vida útil narra, en un blanco y negro muy austero, los últimos estertores de la Cinemateca de Montevideo (aunque en la película avisan de que no está basada en hechos reales). Su desarrollo no llega a ser moroso o inane aunque en algún momento se acerca mucho a ello, y lo que más me gustó a mí es el aspecto tan primitivo, básico, muy de cine mudo que tiene la película, y su rollo algo ambiguo: a primera vista, se supone que es un homenaje al cine y a los cinéfilos y a las Filmotecas y todo eso, pero, a juzgar por lo que vemos, al final casi nos están diciendo que salgamos corriendo del cine y empecemos a pensar en otras cosas como, por ejemplo, el amor. Su último plano, luces de la ciudad, es muy majo.

Gravity was everywhere back then

No sé si ganó la mejor película, pero diría que ganó la más especial de todas. Alegrémonos: un romance excéntrico se impuso a otras películas de la sección oficial que hablaban de temas sociales y políticos. Cosas que se supone que deberían importarnos. Gravity was everywhere back then es una cinta de animación muy artesanal dirigida por Brent Green, que parte de la historia real del excéntrico Leonard Wood, un tipo que, cuando su mujer enfermó de cáncer, decidió convertir su casa en una especie de máquina curativa para salvarla. Y se volvió majara, o prefirió estar loco el resto de su vida a aparentar cordura. Y eso es la película: un delirio íntimo, otoñal y, a ratos, dolorosamente hermoso, que puede remitir al sentido de la maravilla visual de gente como Gondry o Svankmajer. Durante su visionado, a ratos pensé que era casi más una canción que una película, porque de vez en cuando su director, que narra en off, empieza a divagar sobre amor y bombillas a lo free speech, como si aspirara a aparecer en la cara B del Spiderland de Slint. Al terminar la proyección, el compañero Antoni Peris me dijo que solo había faltado la música de Tom Waits, que era idónea. Así que no iba desencaminado. Es una cosa muy artística, muy de proyectar en cafés literarios y centros culturales modernos, pero está bien.

Una imagen de Han Jia. Casi parece un cuadro de Hopper, si Hopper fuera chino y tal.

Han jia

A la desconcertante película del chino Li Hongqi se la ha comparado con Jarmusch y su poética de la incomunicación. Pero yo me pregunto hasta que punto es eso y si su director no pretendía hacer una especie de tratado sobre el tedio, no solo vital sino también cinematográfico. Dino Buzzati tiene un libro llamado Poema en viñetas; esto sería Tedio en viñetas: largas escenas en los que no pasa casi nada, o si pasa algo es algo absurdo, que se terminan de forma abrupta. Los diálogos son lacónicos, y el sentido, si alguna vez tuvieron sentido, permanece secuestrado por los rostros asépticos de los personajes. Y lo cierto es que el dispositivo cómico urdido por Hongqi funciona: el tedio conduce a la hilaridad. No te puedes creer lo que estás viendo, que el plano dure tanto, y te acabas riendo. Todo es muy raro y al mismo tiempo inquietante y real. Para más inri, al menos a mí, los exteriores me parecían como artificiales, como si fueran fotografías fijas o escenarios de un videojuego en 3D de finales de los noventa o principios de los dos mil. “Somos nosotros”, me dijo, con cierta sorna, Néstor F., en un momento en el que los cuatro chavales protagonistas empiezan a tener un diálogo de besugos en la calle. No somos nosotros, aunque a veces lo parecemos. Una película, en definitiva, cuyo glacial tempo narrativo exasperará a más de uno, pero que a mí me hizo gracia.

Alain Cavalier

Esto sí es un episodio dentro de la crónica, ya que Alain Cavalier no es una película sino un veterano cineasta francés cuyo primer largometraje data de 1962. Un descubrimiento, para mí, ya que no había visto nada de él. Y, vistas Irène y Le filmeur, ambas pertenecientes a esta década, es decir a su última étapa, me sorprendió constatar como en un festival consagrado al cine difícil, marginal, radical, exigente, etcétera, las películas más accesibles y ligeras que vi fueron las de uno de sus homenajeados. Existe el cliché según el cual todo lo que se proyecta en eventos de este calibre está bajo sospecha de ser pretencioso o pedante, pero la verdad es que no me costó nada entenderme con Cavalier. Un tipo al que parece ser que le gusta ir con la cámara a todas partes, registrarlo todo, comentar la vida vista a través de una videocámara. Eso es un poco lo que hace en las dos películas que vi, aunque la estructura de Irène (2008) la acerca casi al thriller, pues en ella Cavalier se dedica a reconstruir un recuerdo, el de su primera esposa, fallecida en un accidente en los setenta. Un poco como cuando Vila-Matas se pone a jugar con la memoria, con las imágenes que recordamos y construimos, y los procesos mentales que dan forma a los recuerdos, el director francés parte de sus diarios escritos de aquella época para evocar la pérdida de una mujer a la que amó, probablemente la primera a la que amó de verdad, y, según yo percibí, el cineasta busca en sus diarios y en sus recuerdos también las claves para entender aquellos días. Un acierto es no mostrar, hasta los últimos compases de la película, fotografías de Irène. El mismo Cavalier llega a decir que no quiere ver a su mujer en fotografías, que no tiene muchas de ella porque se niega a que su recuerdo de ella quede condicionado y restringido por imágenes estáticas. Mil palabras valen más que una imágen. Momentos perturbadores, como cuando utiliza una sandía agujereada y un huevo para recrear un aborto al que se sometió su mujer, o cuando, a través de otra fotografía, reconstruye la secuencia de acciones del último día en que la vio con vida.

Le filmeur, la segunda película que vi de él, en un estilo confesional similar, abarca diez años de su vida reciente. Y es una narración que tampoco resulta para nada rimbombante o pagada de sí misma, a veces las observaciones de Cavalier son divertidas, a veces ocurrentes, a veces meramente ilustrativas. Pero se nota que él no pretende ser en concreto divertido, ocurrente o ilustrativo, no quiere que le compres nada ni que te enamores de él. Simplemente es otra de esas personas que no puede vivir sin una cámara que lo documente todo. Entrañables son los momentos en los que Cavalier se pone a filmar a su mujer (a su mujer actual, que está viva) mientras duerme o descansa con los ojos cerrados, y ésta, al abrirlos y sobresaltarse por encontrarse a un tipo filmándola, le pide que deje de grabarla. O cuando lamenta la muerte de su compatriota Claude Sautet, fallecido en el año 2000, desde el váter de una cafetería: “mi amigo Claude Sautet ha muerto y le recuerdo desde aquí, desde este baño de cafetería, porque él filmaba las cafeterías como nadie”. Un tipo simpático.

El premio

No vi la película de Paula Markovitch, proyectada en la sección oficial, ni gané ningún tipo de premio durante mi paso por L’Alternativa. Pero pensé que “El premio” era un título corto y contundente para dar carpetazo a esta crónica pazmundialera en la que no llegué a descansar mi cabeza en las almohadas que con tan buenas intenciones la organización nos ofrecía ni llegué a tumbarme, como quien no quiere la cosa, junto a alguna mujer sola y arrebatada que, de bien seguro, no habría apreciado el gesto. Ahora sólo queda contar lo que ocurrió en el Festival de Cine de Gijón. Especialmente lo que ocurrió en el entrañable antro que responde al nombre de Cantares.

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