Hace tres sábados desayuné a las seis menos cuarto de la madrugada en el McDonalds de la terminal 1 del aeropuerto del Prat, en Barcelona, y caí, rendido, en la cama de una pensión llamada Libertad, en Gijón, más de veinticuatro horas después. Casi a las ocho de la mañana siguiente. Después de estar una hora dando vueltas por las frías calles de la ciudad asturiana, buscando la calle de la Fundició. Me fui a dormir por corte, como decían en aquel rabioso anuncio de la ESCAC: no recuerdo más que el plano de mi cabeza contactando con la almohada y, a continuación, el sonido del despertador a las doce de la mañana siguiente. En la calle casi me atropella Laura Menéndez, que, para ser más veloz que nadie, se desplazaba hacia los cines Centro en un triciclo, probablemente robado a un niño ciego. Ese sábado vi cuatro películas; me comí un cachopo, con todo lo que ello conlleva; tomé cuatro o más copas y un número equivalente de cervezas. Mireia Laguna me llamó al móvil (no recuerdo habérselo dado) justo cuando estaba en el baño de un bar, me contó su vida reciente, me preguntó cosas que no pude responder, y aunque ni siquiera me gusta demasiado, hice el amago de tocarme los genitales mientras hablábamos. Descubrí una plaza en la que un corrillo de críticos repasaba las trayectorias de Chuck Norris, Shania Twain, Mark Twain, John Ford y Steven Seagal, entre otros intérpretes y cantantes. Lamenté que mi asturiano predilecto, el gran Víctor Díaz Gavito, no estuviera por ahí, pero tuve el inmenso privilegio de ver a Lolo Ortega haciéndole los coros a un señor en el Cantares, desde ya mi establecimiento favorito de Gijón y el mejor karaoke de gente mayor de la historia.
Sentí entre lástima y compasión por el futuro de Miranda July; adoré a Bertrand Bonello y a las prostitutas de L’Apollonide (souvenirs de la maison close); Raya Martin y sus Buenas noches, España me dejaron más indiferente que aburrido, y me reí un rato con Contact High del austriaco Michael Glawogger. Ese fue, en resumidas cuentas, mi primer día en el Festival Internacional de Cine de Gijón, FICXIXÓN para los que no tienen espacio en el SMS.
Si Miranda July trabajara a tiempo parcial en una webcam porno, la imagen tendría esta nítidez…
Fue curioso enterarme, poco antes de entrar a ver The Future, la segunda peli de Miranda July tras Tú, yo y todos los demás (2005), de que ella y el también cineasta Mike Mills (Thumbsucker, Beginners) están casados. Fue curioso porque, cuando acabó, mis sensaciones fueron muy parecidas a las que tuve cuando vi Beginners: había cosas con las que simpatizaba, ambas películas dicen alguna que otra cosa que está bien, pero las dos están contaminadas por un halo entre anodino, triste y muy grotesco, en el peor sentido. Sus personajes son unos muermos sin demasiado talento ni interés. No es culpa suya sino, más bien, intuyo, del entorno. Del artisteo y la venta ambulante de humo visualmente agradable que es intrínseca al artisteo. Y ese es mi problema con ellos: me gusta cómo están narradas ambas historias, me atrae la apuesta melancólica de Mills y también el estilo más libre y disperso de la July, heredado de su experiencia como videoartista, pero no me caen demasiado bien los personajes. The Future tiene unas cuantas escenas muy simpáticas. Otras que son para matarla. En fin, Miranda, tú ganas, veré tu tercer largometraje. Para ese entonces probablemente ya tendré más de treinta años y un extenso currículo de accidentes románticos o catástrofes naturales que me permitirá entenderte.
En L’Apollonide (souvenirs de la maison close), cambiando de película, no hay mucho que entender o procesar. Tan sólo hay que dejarse llevar y disponerse a pasar dos horas en un burdel francés de principios del siglo XX. Al ser una película y no una experiencia de realidad virtual ni una experiencia real, no existe la posibilidad de que una de las mujeres que trabajan en el antro te engatuse y te haga pasar a la habitación, previo pago. Es como ir al acuario o al planetario, pero con prostitutas. Es mejor que el tiranosaurio en vivo ese que tienen en el Museo de Historia Natural de Londres. “La única película en la que el 3D merecería la pena”, según Miguel Blanco Hortas, crítico de la revista Lumiere e hijo pródigo del ya mencionado Cantares. Sobre la película de Bonello hablo en el especial sobre el FICXIXÓN de nuestros amigos de Miradas de Cine, así que, si os parece, no me extenderé aquí al respecto de las películas que comento allí. Diré, sin embargo, que en realidad todos sabíamos que Eulàlia Iglesias tenía gran parte de razón cuando decidimos llevarle la contraria acerca de la dimensión sociopolítica existente en L’Apollonide. ¡Pero era tan emocionante verla argumentar, casi enfadada!
…y el protagonista de Dark Horse quizá sería feliz masturbándose con ella.
De Bonello también vi la muy interesante De la guerre, en la que el siempre carismático Mathieu Amalric interpreta a un director de cine llamado Bertrand, como el autor de la película, que llega a la conclusión de que está harto de la vida urbana tal como la ha vivido hasta ahora y decide unirse a una secta que busca el placer. No estoy seguro de haber captado todo lo que la película pretendía decir, pero sintonicé mucho con la aspiración de su protagonista de llegar a vaciar su cabeza de todo lo accesorio. Y la verdad es que, aunque por momentos la película parece dispersarse y perder concreción, es visualmente poderosa y enigmática. Sale Asia Argento. Atención a la rave en el bosque. De la guerre se abre con una cita de Bob Dylan y se cierra también con un tema del bardo de Duluth, al que se hace referencia más de una vez en la película. Por supuesto, me quedé a ver pasar los créditos, para escuchar a Dylan. Luego, en el baño, un viejo con chaqueta añeja y camisa de cuadros se lavaba las manos visiblemente enfurecido, refunfuñando “esta gente joven no sabe quien es Bob Dylan, esta gente no se queda a escuchar a Bob Dylan”. Cuanta razón tenía.
En el Festival de Sitges de 2004, el visionado de la divertidísima Hair High (Bill Plympton, 2004) precedió a una de las noches festivaleras más memorables y absurdas que recuerdo haber vivido. No sé por qué lo menciono aquí; no pretendo hacer una comparación, pero el caso es que la noche que descubrí el Cantares la juerga también vino después de una película altamente lisérgica: Contact High (Michael Glawogger, 2009). Además, ambas acaban en “High”. La película de Glawogger, mi primer contacto con él, me ganó progresivamente, y eso es algo que me hace verla con muy buenos ojos. La primera media hora no me estaba deslumbrando precisamente: sentía la película como emparentada, de forma muy evidente, con el primer Tarantino, con los Coen de The Big Lebowski (1998) y, en general, con ese tipo de “comedia marciana de criminales de poca monta” que el sr. Quentin puso de moda a mediados de los 90 para que Guy Ritchie y unos cuantos más encontraran una excusa para dirigir películas. Pero Contact High se pone más surrealista y desmadrada a cada minuto, los personajes te caen más simpáticos conforme avanza, y llega un momento en el que el filme termina y resulta que te lo has pasado muy bien. Y todo hay que decirlo, cojonuda selección musical. Al día siguiente repetí con el austriaco, viendo Das vaterspiel (Kill daddy good night) (2009), otro de sus trabajos de ficción —Glawogger es célebre, sobre todo, como documentalista—, una película con más enjundia, más sólida, pero en la que persiste la mezcla, que parece ser una cualidad característica de su director. Mezcla de escenarios, de géneros y de tramas. En Der vaterspiel conviven el thriller, el drama con reminiscencias históricas y unos curiosos apuntes de comedia. Desde La Paz Mundial aconsejamos no leer demasiado sobre la cinta o su argumento. Va de un tipo que ha diseñado un videojuego en el que puedes matar a tu padre y, a la vez, va sobre el pasado trágico de Alemania, el Holocausto y todo eso. Quedaos con esa información.
Había ganas de ver lo último de Todd Solondz, uno de los nuestros. A mí me sorprendió y alegró descubrir, como quien no quiere la cosa, que el firmante de la enorme Happiness (1998) tenía nueva película e iba a presentarla en Venecia. Allí no entusiasmó precisamente, y me temo que en Gijón, donde competía en la sección oficial, tampoco. Dark horse, que así se llama la película, hace referencia a una expresión inglesa cuyo significado podéis mirar en Internet y es, en esencia, el universo de Solondz. En esta no hay pedófilo, pero, por lo demás, sigue hablando del desarraigo sexual, la soledad y el fracaso, mediante el romance disfuncional entre dos personajes condenados a perder, él tiene el rostro de Jordan Gelber, todo un descubrimiento, y ella es Selma Blair. No logré entrar en la película. Me hacía gracia y me conmovía a ratos, pero de una forma muy dispersa. Es posible que el cansancio, la digestión inadecuada y la cantidad de películas que estaba viendo en pocos días ayudaron a que no le prestara toda la atención que merecía. Quería que me gustara mucho pero no fue así.
Tampoco me interesó (mucho menos aún) la tailandesa P-047 (Kongdej Jaturanrasamee, 2011), que estaba en mi lista de posibles descubrimientos. A priori, un cóctel genérico, entre el thriller de yakuzas y la comedia excéntrica, protagonizado por dos slackers que matan el tiempo metiéndose en casas ajenas. Sobre el terreno, la cosa resultó ser bastante plomiza, pese a que su director esté convencido de haber parido un filme sugestivo, sorprendente y divertido. Hay un momento homosexual en un bosque, bajo la lluvia, a lo Apitchapong, y luego una especie de gag a lo nouvelle vague sobre un personaje que fantasea con ser el protagonista de una novela negra, pero eso ya lo han hecho, con más gracia, en Community, cuando el señor Chang se mete a vigilante del campus y sueña con que su vida sea menos gris que de costumbre, con investigar crímenes a lo Philip Marlowe. Es, al menos, una película atractiva a nivel plástico, y durante un rato uno aún alberga la esperanza de que arranque y coja interés. Pero no.
En este fotograma de Aquele querido mes de agosto una muchacha otea el paisaje con unos prismáticos…
Más gratificante fue el visionado de La guerre est declarée, película en la que Valerie Donzelli, directora, guionista y actriz, narra con desbordante honestidad un calvario, el que ella misma y su marido vivieron al conocer la noticia de que su hijo de dos años padecía cáncer. Pero, contrariamente a lo que parece prometer esa premisa, la de Donzelli es una película eléctrica y vital, que molestó a algunos de los críticos presentes en la sala, indignados ante la posibilidad de una película ligera y desenfadada, que no se toma la vida y la muerte demasiado en serio ni demasiado en broma. Cuando es sensiblera, lo es por la vía del exceso y la celebración. Y además es un drama hospitalario que no sólo no contiene la obligada dosis de crítica a hospitales e instituciones, sino que, en los créditos, Valerie Donzelli agradece públicamente la labor de los centros hospitalarios por los que pasó su hijo. Cabe añadir que esta película la vi la mañana después de aquél primer sábado demente en Gijón, con el que empezaba la crónica. Aun no sé muy bien por qué, me pasé los noventa minutos que dura vertiendo lágrimas sobre mis mejillas y hacia abajo, como un surtidor. No fue por el filme en sí, era una especie de proceso paralelo, como si alguien me hubiera pinchado y me estuviera deshinchando por momentos.
Y termino con una de las mejores, Aquele querido mes de agosto (Miguel Gomes, 2008), 147 minutos que son como un río de recuerdos, canciones y ocurrencias articuladas alrededor de ese concepto tan bello y misterioso que sólo poseen los portugueses, la saudade, que oí definir una vez como una especie de “nostalgia del futuro”, pero que seguramente es otra cosa. La monumental película de Gomes empieza como un documental de corte antropológico sobre las orquestas de pueblo portuguesas, con interludios musicales, pero luego asoma una trama metacinematográfica, luego un romance veraniego y todo lo que a su director le da la gana. Entonces se acabó y yo me tenía que ir a coger un avión, llovía con desgarro como en las películas tristes o de ciencia-ficción cyberpunk y la cantante de orquesta se había quedado al otro lado de la pantalla, o se la estaba beneficiando alguien del equipo de Aquele querido mes de agosto. En esas estaba, con dos horas de margen, deambulando con una maleta de ruedas por las calles adyacentes a la estación de autobús. Le pregunté a una adolescente encapuchada que paseaba a su perro si quería resguardarse bajo mi paraguas y me dijo que no le gustaban los paraguas. Me perdí varias veces, hice signos obscenos a los transeúntes en medio de la calle, me bajé los pantalones varias veces y nadie se dio cuenta. Tal era la cortina de lluvia. Quería ser un personaje de algún blues o de una aventura gráfica, probé a empujar una farola y a tirar de ella, miré en varias papeleras, intenté abrir las puertas de varios establecimientos pero no acerté el movimiento correcto con la mano. Cogí un perro pequeño y me lo metí en el bolsillo. Su dueño me mató. Volví a la anterior partida salvada, justo al terminar Aquele querido mes de agosto. Pensé que los festivales estaban acabando conmigo, que cuando me pusiera a escribir no encontraría muchas cosas lúcidas que decir sobre las películas. Repetí el paseo bajo la lluvia, en paraguas, omitiendo algunas acciones, me metí en un bar, me tomé dos tapas que fueron la misma, subí al autobús y me fui de allí.
…y se le concede la gracia de asistir a la bucólica escena de la excursión campestre en L’Apollonide.