Bragas y estrellas: una noche en el FIB 2012

Cuando tuve claro que no iba a ver a Bob Dylan esa noche de viernes, empecé a elaborar construcciones literarias que me ayudasen a sobrellevarlo. Viajaba en un coche con dos mujeres, ¿acaso eso no bastaba? Si en vez de hablar del panorama laboral y de parques de atracciones del sexo estuviéramos hablando de revoluciones, de palabras o imágenes o de los intrincados caminos de la construcción de sentido aquello podía parecerse a una película de Godard. Pero en los primeros filmes de Godard la proporción solía ser de dos hombres por cada mujer y no a la inversa, así que los géneros estaban cambiados. Y yo no me veía en el papel de una Anna Karina o una Jean Seberg, así que el modelo no podía ser Godard. Aquello podía ser más bien Carretera al infierno o Nunca juegues con extraños. Paramos en una gasolinera, bajé a comprar agua, y al salir habían movido el coche unos metros, creándome un ligero sobresalto que les sirvió para ironizar verbalmente con la posibilidad de abandonarme en una cuneta. Les dije que estaría bien, que ello podía abrirme una nueva serie de emocionantes posibilidades. Pero no, me llevaron hasta el recinto del FIB y, una vez les hube pagado, me dijeron que fuera yendo hacia donde tuviera que ir, que ellas aún tenían para rato con el tema de las acreditaciones y, además, ya tenían mi dinero. Había contactado con ellas a través de una de esas webs para compartir coche. Y ahí terminaban sus obligaciones contractuales. Me habían obsequiado, durante el trayecto, con unas cuantas galletas Oreo, pero no habría estado mal un abrazo de despedida, entrechocando pectorales…

Yo dije: “mejor voy en el asiento de atrás”.

Así que allí estaba, a trescientos kilómetros de algún lugar donde tuviera una cama en la que pudiera echarme, en un terruño junto al mar, Benicasim, invadido aquellos días por una horda de cachorritas, cachorras y perras británicas de piel blanca y reluciente que habían traído sus libros de Irvine Welsh para el viaje pero que lo que de verdad buscaban era que se prestara atención a sus cuerpos y a la ropa que llevaban o que no llevaban. Mi único contacto en el evento estaba trabajando (de 19 a 7 de la mañana) y, para colmo, no tenía su móvil. Me había prometido un litro de cerveza; más concretamente había prometido que me lo echaría por encima y que me las apañara para lamer lo que pudiera, una proposición algo descarada y extraña pero un litro era un litro y no iba a decir que no. Lástima no poder hacerlo. En el FIB no saben lo que es la SEÑALÉTICA, la ciencia de los signos para llegar a los lugares, y tampoco existen folletos con los horarios y los escenarios en los que toca la gente. Si no estás al corriente de esta eventualidad, tus primeros pinitos por allí pueden ser jodidos. La gente de la organización con la que te encuentras afirma no saber nada sobre nada, “sólo sé que no sé nada”, citando a Sócrates para que viera que eran personas con clase, o eso o movían horizontalmente la cabeza sin hablar. Acabé descubriendo la existencia de un garito en el que, pagando siete euros, te ponían un collar hawaiano que en vez de flores llevaba unas tarjetitas con los horarios. Si los ingleses quieren pagar siete euros allá ellos, yo resolví que cada vez que quisiera saber algo, abordaría a una mujer que llevara el collar y chequearía la tarjeta correspondiente.

Dylan. Llegué al escenario en el que estaba tocando justo cuando terminaba el concierto, con los últimos acordes de “Like a rolling stone”. Entonces ya no me importaba demasiado porque ya me había hecho a la idea de que iba a tener que abrirme paso entre mujeres que no hablaban español y, a ser posible, que la expresión abrirse paso incluyera cuanto más fregamiento mejor. A Bob Dylan, al fin y al cabo, ya le había visto en directo, y lo que me motivaba ahora es más bien la más pura y depravada mitomanía, el poder decir que le había vuelto a ver, aunque luego, en la práctica, uno puede disfrutar de Dylan tanto en un escenario como oyéndolo tumbado en la cama, desnudo, una tarde encapotada como la presente. Puedes asistir a un concierto y sí, habrá alguno de esos extraños momentos de comunión, en los que todo confluye y la música llega a cierto recodo de tu dispositivo cerebral en el que se bautiza a sí misma como memorable y queda para el recuerdo una galería de recuerdos musicales. Pero esos instantes son breves y efímeros, todos juntos pueden sumar cinco, diez minutos, quince a lo sumo de un concierto que dura una hora y media o dos horas y que en realidad ya has visto. Y si intentar comprender la música de Dylan es en sí mismo una quimera y un viaje hacia el fin de la noche, el hecho mismo de montarme en un coche e ir a verlo a un pueblo de playa de mala muerte en los lindes de Castellón puede ser el viaje en sí, la canción, la experiencia, más allá de que luego veas o no sobre el escenario al bardo de Duluth. Además, yo ya había decidido que mi faro musical de esa noche sería Joe Crepúsculo. Al que vimos unos pocos, el selecto contingente ibérico, lo cual no impidió que Crepus venciera y convenciera con sus infalibles tonadas de pop al mismo tiempo aéreo, marítimo y terrenal, apto para todo tipo de bebidas y situaciones, para levantarse y para irse a dormir, solo o acompañado. Crepuscular y al mismo tiempo mucho más energético que esas bebidas con sabor a jarabe dulce que yo, particularmente, detesto. En uno de los puestos de venta de cerveza había una mujer algo entrada en años con el cuerpo lleno de tatuajes y cara de haber matado alguna vez a alguien o como mínimo de haber dedicado tiempo a pensar sobre el acto de matar. Un rollo a lo Mad Max, una punki de armas tomar. Me fascinaba y me asustaba a partes iguales. Llevaba un walkie-talkie y se movía como una atenta sargento detrás de las chicas que servían bebidas, dando la impresión de estar realmente al mando. Creo que ella estaría de acuerdo en eso de que Red Bull y derivados son mierda para nenas.

Joe Crepúsculo, nuestro hombre en Benicasim

Como, aparte de Crepus y Dylan el resto de propuestas musicales me decían más bien poco, tuve que encontrar actividades alternativas, y encontré una especie de tienda decorada a lo étnico en la que servían mojitos carísimos y pinchaban buena música que se convirtió en mi lugar favorito. Las reducidas dimensiones del espacio lo hacían idóneo para bailar pegado a cualquier chica que se prestara a ello. Aparecieron por ahí dos galesas que no debían tener más de veinte años, ambas sin otra cosa cubriéndoles el torso que un exiguo biquini, a las que volteé sobre su eje unas cuantas veces, además de palpar sus vientres alrededor del ombligo y esas cosas que se suelen hacer. Incluso se hicieron una foto conmigo. Más tarde tuve que vérmelas con otra extraña pareja, esta vez eran dos gordas muy entusiasmadas con todo aquello que se movían como si estuvieran solas en la pista. Una de ellas parecía estar retándome a algo, balanceando sus pechos delante mío y poniéndome caras raras mientras bailábamos. En uno de los laterales de la tienda había una especie de zona de descanso con sillones. Me retrepé en uno de ellos para comprobar, disgustado, que no era muy cómodo ya que sus dimensiones estaban pensadas para alojar a una persona encima de otra. Permanecí un rato poniendo caras interesantes, a ver si en alguno de los sillones contiguos alguna pareja empezaba a magrearse.

La horda

El cartel del FIB de este año era desconcertante. No me sonaban muchos de los grupos que había debajo del apartado ‘maravillas’, es decir, los platos fuertes del festival. Incluso llegué a pensar que eran nombres aleatorios creados por una máquina. ¿Bombay Bycicle Club? ¿Disappears? ¿School of seven bells? Aunque una de mis compañeras de viaje dijo ser fan de Bombay Bycicle Club, o que como mínimo los había visto varias veces en concierto. Eché un vistazo a la Wikipedia y casi todos eran o bien DJ’s de moda o algo así como grupos “del momento”, bandas inglesas de pop-rock en gran parte, nacidas hace escasos años y de las que me atrevería a aventurar que no se escribirán libros sobre ellas. Aunque se escriben libros sobre cualquier cosa y cualquier persona. Pero era todo como muy raro. No sé si al 90% de la gente de ahí les importaban los conciertos. Tenía un punto triste ver, a las tres de la madrugada, a los Hermanos Pizarro marcándose una sesión cojonuda ante cuatro gatos mientras la gran mayoría ebria angloparlante trataba de coordinar sus movimientos al ritmo de Chase & Status. Pero bueno, era lo normal habiendo un 70% de guiris. Y bueno, por ahí en medio andaban los Buzzcocks, Pony Bravo, The New Raemon, At the drive-in, De La Soul, The Stone Roses, New Order o ¡David Guetta!

Hubo un momento en el que quise comprobar si los tipos que estaban tocando en un escenario eran Django Django y le pregunté a una rubia, en inglés, si sabía quienes eran. Ella me dijo que era Bob Dylan. Yo sabía que Dylan seguro que no era, y así se lo hice saber. “No, no es Dylan”. Pero ella insistió. “¡Es Bob Dylan!”. Tras decirle que no unas cuantas veces al final cayó en la cuenta. “Ah, no, son Django Django”. Reinaba la confusión. Si te dabas un garbeo, cada cinco minutos te encontrabas con alguna mujer tambaleándose, encantada de la vida o confundida pero aún así encantada y, lo que es peor, sola. Demasiado para la mente.

En estas estaba cuando, tras pasar tres veces en poco tiempo por una misma zona de césped, reparé en una muchacha que, sentada y acurrucada sobre sí misma, llevaba un buen rato sin moverse ni un centímetro. Me senté junto a ella y pasé la mano por su espalda para comprobar la reacción. Pero nada, estaba sumida en un sueño profundo del que no la sacaron mis distintas exploraciones. Me entretuve retirando la mierda y los vasos de plástico que tenía todo alrededor, e incluso probé a pasar los dedos por la parte accesible de sus pechos. Traté de calcular cuán aparatoso sería introducir una mano por debajo de la falda e incluso pensé en acomodarla mejor sobre la hierba. Nadie la reclamaba. Si aquello seguía así tendría que avisar a la organización antes de que alguien con menos escrúpulos que yo iniciara gestiones. Mientras tanto, otras dos chicas decidieron tumbarse a dormir la mona a escasos centímetros de mí, al otro lado, con su nariz apuntando a mi culo como si alguien se hubiera tirado un pedo y aquella fuera una forma rocambolesca de averiguar si yo era el origen de las flatulencias. Al cabo de un rato la bella durmiente fue zarandeada por una amiga pintarrajeada que me miró divertida, ignorando que yo había estado desempeñando la función de custodio. Me tumbé sobre la hierba, junto a las otras dos, pensando que no ocurriría nada si me abrazaba a ellas como un niño perdido, un sin techo, que es exactamente lo que yo era aquella noche en particular. Mi techo era la bóveda celeste, obstaculizada, en aquél preciso instante, por las piernas de la gente que iba y venía. Me quedé un rato en esa posición al mismo tiempo lírica y escatológica, bragas y estrellas, estrellas y bragas, y aquella sensación de qué diablos estoy haciendo aquí. Si me hubiera quedado una o dos horas más probablemente habría asistido a lo que una vez, con unos amigos, bautizamos como “los minutos de la basura”. Periodos de tiempo en los que a uno le es dado contemplar la degradación humana funcionando a toda máquina. La última vez que estuve aquí, el año que tocaron Nick Cave y Oasis, recuerdo, a las siete de la mañana, a una parejita teniendo sexo alrededor de una especie de corro y a un hombre algo mayor que ellos con los pantalones bajados, dudando entre si unirse a ellos o no. Quizá lo soñé pero, en todo caso, decidí que era una visión demasiado poderosa y que, si me quedaba corría el riesgo de no ver nada que la superase. Así que me levanté y me dispuse a abandonar el recinto. Me costó encontrar la salida, y por el camino, aún les hice compañía a unas cuantas mujeres, pero lo conseguí.

Esperaba encontrar, de camino al pueblo, campamentos con hogueras en las que ardieran salchichas pinchadas en palos y latas de cervezas fueran de mano en mano mientras alguien rasga una guitarra. Pero si había algo parecido a una post-fiesta, no supe dar con ella. Acabé intentando dormir en la playa, viendo amanecer, tomando un baño, desayunando café con leche y ensaimada, viendo a mucha gente tirada en las aceras de la ciudad, en bancos y parques y en todas partes, también fui interpelado por un tipo que pretendía ponerme crema solar en el cuerpo, viendo a muchas inglesas dorándose al sol y unas cuantas cosas más que quizá ya están fuera de la competencia de este artículo. Pero quisiera agradecer a los chicos de Maraworld que acreditaran a La Paz Mundial sin tener realmente una razón para hacerlo. Desconozco si esto se ajustará a su idea de una crónica, si hubiera pasado más días allí probablemente habría hablado de más grupos y de cosas serias, o no. Quizá volvamos el año que viene, si nos dejan. En todo caso, que Dios salve a la Reina Isabel II y a sus conciudadanas festivaleras.

Y con esta lúbrica exhibición de atrocidades playeras se terminó la temporada de crónicas. Ha sido un placer.

Fue un win-win

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