Orange County, California, sufre a menudo de restricciones de agua. Por eso, en 2008 se inauguró una planta de 480 millones de dólares destinada a reciclar las aguas fecales de la ciudad, no para regar, sino para consumir. A través de múltiples procesos de decantación, filtrado con microfibras, desinfección con peróxido de hidrógeno, acidificación para reducir el Ph, ósmosis inversa y fotólisis consiguieron convertir lo que baja por el retrete en un elemento cristalino y prácticamente libre de cualquier tipo de partícula flotante: desde grandes trozos de excremento a minúsculos restos de antibiótico. Incluso se añadió lima para restablecer el Ph natural del agua.
Aún así, la opinión pública eran reacia a degustar el agua una vez conocían su procedencia, ¿aguas residuales recicladas? Ni de coña. La solución consistió en crear un humedal y verter allí el agua limpia que salía de la planta de reciclado. De esta forma, el agua se filtraba en el acuífero subterráneo y volvía a salir, semanas después, por un manantial. Ahora sí, era fruto de la naturaleza, a pesar de que, mientras al salir de la planta el agua tratada tenía un índice de pureza de 30 partes por millón, la recolectada en el pantano para consumo humano tenía hasta 600 partes por millón. En declaraciones al New York Times, el director de la planta reconoció que lo hacían “por razones psicológicas”.
La coprofagia en humanos está planteada normalmente desde una perspectiva parafílica, como una desviación sexual en la que prima la excitación derivada de la humillación. Sin embargo, la caca es también un interesante compuesto desde el punto de vista nutricional, rico en fibra y proteínas. Casi universalmente, el ser humano se ha comido las uñas, el pelo, el semen o los mocos, pero el excremento siempre ha sido tabú, la última frontera gastronómica.
Pero, inadvertidamente, consumimos trozos de mierda todo el tiempo.
¿Acaso no es común viajar al extranjero y sufrir diarrea durante los primeros días? Esto sucede por el consumo de agua con bacterias fecales como la Escherichia Coli o la Shigella. La diarrea del turista también es conocida como “la venganza de Moctezuma”, porque la mierda, por su alto poder metafórico, aparece en nuestra cultura continuamente entrelazada a un mito o una leyenda.
Iniciarse en la coprofagia requiere un esfuerzo titánico donde lo más difícil es librarse de ese mito, deconstruirlo como se deconstruye el alimento, hacerlo pasar por el intestino grueso de la razón. Y es difícil, porque lo llevamos marcado a fuego: desde niños, al coger una chuchería del suelo, nuestras madres nos han dicho: “deja eso niño, es caca”.
El primer paso fue hacerme cargo del hedor y desmitificarlo. El olor a mierda es sólo el resultado de un proceso químico, la descomposición por parte de la flora bacteriana de los aminoácidos triptófanos. Los compuestos resultantes de este proceso son dos, el indol y el escatol. Estos anillos aromáticos de nitrógeno son, en su composición, primos lejanos de neurotransmisores como la serotonina o la dopamina. Pero aún hay algo más: un estudio de Linda Buck y Bettina Malnic, de la Harvard Medical School (publicado en la revista académica Olfaction en 1999) demostró que el olor fétido que emanan indol y escatol sólo es consecuencia de su concentración. A muy bajas concentraciones, estos mismos compuestos emiten un aroma floral. Es sólo química, directamente proporcional al contenido proteico de la dieta.
Y en cuanto al color, la descomposición de la bilirrubina por parte de la flora da lugar a la estercobilina, un pigmento cuya fórmula es C33H46N4O6 y que produce el característico tono marrón que todo el mundo ha visto alguna vez entre sus piernas, un trozo flotando, otro aún deslizándose en la cerámica.
Carpaccio de heces de arroz y zanahoria con parmesano
Por los motivos arriba mencionados, creí conveniente acondicionar mi intestino grueso con una dieta baja en grasas y proteínas durante el día anterior: ensalada, pasta y fruta. De este modo, mis excrementos tendrían una mayor consistencia estructural –gracias a que la fibra es indigerible– y un olor fecal más discreto. Pensé por un momento en si sería posible defecar heces tan reducidas en indol y escatol que oliesen más a flores que a estiércol o si la estricta naturaleza de la alimentación humana obligaba a nuestros excrementos a circular con una cuota mínima de estos compuestos haciendo del olor a mierda algo inevitable.
La elección del arroz y la zanahoria como ingredientes principales no obedeció sólo a motivos gastronómicos, también de tiempo. La carne puede tardar varias horas en ser digerida y procesada por el sistema digestivo. Sin embargo, los alimentos ricos en fibra como verduras o legumbres pueden hacer el tránsito de la boca al esfínter en alrededor de dos horas.
La principal pregunta a estas alturas era si el experimento debía hacerlo con mis propios excrementos o no. Para un no-iniciado en la coprofagia, lo intuitivo es pensar que la mierda propia es la menos dañina para el consumo, pero un rápido vistazo a la literatura científica al respecto (variada pero no lo suficiente como para establecer generalizaciones) ofreció algunos datos interesantes.
Las bacterias forman un amplio porcentaje del contenido de las heces (de las que un 75% es agua), y la gran mayoría son inofensivas. A veces, un tratamiento prolongado con antibióticos puede resultar devastador para la flora bacteriana del intestino, eliminando muchas de estas bacterias inofensivas y dejando a las tóxicas campar a sus anchas.
Esto mismo es lo que le ocurrió a una norteamericana llamada Vicky Doriot cuando la bacteria tóxica Clostridium difficile comenzó a provocarle fiebres de 40º y ataques de diarrea cada 15 minutos. Tras seis meses intentando otros métodos, Doriot se sometió finalmente a un tratamiento llamado bacterioterapia fecal, consistente en el trasplante por vía oral de las heces de un donante sano, en este caso su marido. El procedimiento consistió en hacer una infusión con las heces del señor Doriot recién excretadas, filtrarla para eliminar restos e introducirla en el estómago de Vicki Doriot a través de una sonda nasogástrica. Tras introducir varias cucharadas del compuesto en la sonda, casi instantáneamente, los microorganismos de su marido desplazaron al Clostridium difficile y restablecieron la microflora de la esposa.
Dado que el día del experimento no sufría de ningún tipo evidente de desequilibrio en mi microflora bacteriana, y siguiendo estrictos códigos de confidencialidad y decoro para con mis conocidos, opté por mi propio material. Coloqué una ensaladera pequeña de plástico –recubierta de papel de aluminio– en la taza del retrete y me puse dos guantes de látex que, dicho sea de paso, dificultaron mi lectura de la guía Lonely Planet sobre Nápoles y la Costa Amalfitana de la que había sacado la idea del carpaccio –de ternera en su versión original.
Con una cinta métrica, comprobé que el excremento resultante medía 12,3 centímetros. Tenía el grosor de una salchicha Bratwurst, aunque el tono era más bien ocre, no tanto marrón –por la falta de estercobilina, supuse. La llevé hasta la cocina y la fui desmenuzando en la ensaladera con una cuchara. Hedor fecal concentrado pero no terrible.
Fui llevando con la cuchara los trozos de mierda al interior de una fiambrera redonda, extendiéndolos. Lo que pretendía con esto es despojar al excremento de su forma de embutido, un poco como lo que hicieron con el agua en Orange County, o lo que se hace con los nuggets de pollo. La estrategia era olvidar de dónde procedía la comida, evitar la empatía que el comensal puede sentir por la vida anterior de un cochinillo asado al verlo horneado entero y con una manzana en la boca.
A continuación, metí la fiambrera en el congelador durante 20 minutos por dos razones: aumentar la consistencia del material y reducir su hedor. Mientras, preparé una sencilla vinagreta con aceite de oliva y vinagre balsámico de Módena. Al estar semi-congelada, la mierda se cortaba en lonchas con facilidad, aunque, debido a la textura, no siempre es posible conseguir un corte tan preciso como con la ternera.
Esparcí un reguero de vinagreta sobre la base del plato y coloqué dos lonchas de excremento, que aguantaron el traslado sin fracturarse ni deshacerse. Dispuse por encima las lascas de parmesano, salpimenté y finalmente aliñé el conjunto con el resto de la vinagreta.
¿Qué vino es el más adecuado para un plato tan peculiar como éste? Por un lado, el parmesano me pedía un vino tinto joven, tipo Cabernet Sauvignon. Por otro, el arroz y la zanahoria me pedían un blanco con cuerpo. Opté por una tercera vía y abrí una botella de Príncipe de Viana, un rosado de D.O. Navarra elaborado con uva Garnacha que le da un aroma al caldo como de fresa madura, y a sólo 3,70 euros la botella.
Volví a meterme en la cabeza que todo era cultural, que nada era realmente tóxico. Cerré los ojos y le di el primer bocado al carpaccio. La consistencia era interesante, como de un helado de hebras que comienza a derretirse. Al morder, noté que el parmesano aportaba un sabor fuerte y ligeramente picante que casaba bien con lo dulzón del excremento. En particular, la zanahoria desprendía un interesante tono ácido al mascarla que resaltaba sobre el regustillo uniforme a almidón que aportaba el arroz procesado. Mi impresión general era cercana a la de masticar una pastilla reblandecida de caldo de verduras. Recuerdo que el segundo bocado me costó más que el primero. Recuerdo una sensación de frío en el estómago.
Fabulosa entrada.
Espero alguien te entienda.
las flatuelncias tambien son parte de la coprofagia? dime, las flatulencias pueden erotizar?
¿cómo puedo hacer para darle un sabor agradable?
Buah tío, te has quedado corto. Qué vino después? vomitaste? venga sigue tío…ivas bien.
Si ahora faltan los locos que quieran una sopita de diarrea, jajaaa!!