Todo lector que haya disfrutado alguna vez de una novela conoce esa práctica casi instintiva de ralentizar la lectura hacia el final, para que no se acabe la novela, para que no se termine el mundo en cuyo interior nos sentimos tan a gusto, tan lúcidos, tan entretenidos y tan cómodamente aislados de las fricciones con la vida real. Me quedaban ya menos de quince páginas para abandonar el mundo casi palpable que Jonathan Franzen ha creado en “Libertad”, y decidí no demorarme esta vez: acepté que estas se cosas terminan, y no lo prolongué más de lo necesario. Seguí leyendo así, sabiendo que se me iba a terminar ese mundo que había logrado infiltrárseme casi en la región encefálica que gestiona la realidad, y me encontré leyendo la última página de pie, en el centro de un vagón de metro de la línea diez atestado de gente, a las 7.45 de la mañana, mal apoyado contra la agarradera vertical, demasiado cerca de los auriculares pequeños pero ruidosos de otro pasajero, y rodeado de rostros deprimidos por el sueño que me trajeron a la memoria el verso en que Bukowski compara los feos rostros desconocidos con cagarros flotantes en el váter (“faces as horrible as unflushed excreta”). Resulta que la última frase de “Libertad” contiene un mensaje profundamente emotivo, y la leí justo cuando el metro paraba en la estación de Fuencarral y mi vagón se vaciaba casi del todo, y yo permanecí dentro, junto a la agarradera metálica, aturdido por esa última frase, con un nudo en la garganta y los ojos húmedos. Creo que nunca había terminado una novela con esa emoción tan marcada. Y desde luego nunca antes de las 8 de la mañana en el metro. Pocos minutos después estaba en la oficina, introduciendo mecánicamente mi clave de acceso en el ordenador, haciendo lo posible por tomar consciencia de que estaba de vuelta en el mundo real, percibiendo el tecleo de mis compañeros de trabajo como un sonido lejano y absurdo que interfería en el mundo literario que mi mente se resistía a abandonar.
En ese mundo literario, Walter Berglund, Patty Emerson y Richard Katz son el triángulo central de personajes, un prisma humano transparente y revelador que Jonathan Franzen desliza desde finales de los años 70 (su época universitaria, en la que traban una compleja amistad) hasta el periodo, prácticamente contemporáneo, que comienza cuando George W. Bush compromete la moral nacional norteamericana en la guerra contra Irak. El desarrollo del matrimonio entre Patty y Walter, la correosa crianza de sus hijos, la presencia nada neutra de Richard (un músico y compositor de rock cuya carrera es aquí una de las múltiples líneas argumentales), y las maneras diversas en que cada uno se relaciona con los demás, con sus padres y con su propia vida son la materia prima dificilísima con la que Jonathan Franzen construye este simulacro casi perfecto de realidad, que ya ha recibido pomposos y previsibles elogios de la crítica, a los que me sumo con toda la pomposidad adicional de la que soy capaz.
En cuanto al argumento, voy a permitirme declarar imposible una sinopsis: se trata de una novela bastante larga que abarca un tiempo narrativo de casi 40 años, visto y expresado desde perspectivas múltiples, desde personajes circunstancialmente muy distantes. Cada uno de ellos tiene una vivencia particular, y entre todos componen una trama poliédrica que se resiste a cualquier explicación breve o lineal. Si hubiera que mencionar un tema central, yo diría que se trata de la manera en que cada persona entiende, conquista y utiliza su libertad, en un contexto concreto: el neoliberalismo norteamericano salvaje, que ha reducido la noción de “libertad” a la de “libertad para desarrollar el egoísmo materialista sin atender a ninguna consecuencia ni límite ético”.
En la dimensión emocional, en la observación de las dinámicas psicológicas y relacionales de los personajes y su entorno familiar, “Libertad” tiene la entidad literaria de un novelón de Tolstoi; está trenzada con la misma congruencia y con enorme verosimilitud (con el atractivo añadido de que aquí, en “Libertad”, las acciones y actitudes de los personajes resultan descifrables desde nuestro código cultural: mientras en una novela de Tolstoi los personajes hacen cosas como tomar té a las doce de la noche, besarse los pies en señal de agradecimiento, comer arenque y beber vodka al mismo tiempo, agitar el puño para amenazar o tardar doscientas páginas en morirse de tuberculosis, los personajes de Jonathan Franzen mueven el ratón y hacen clic para abrir una cuenta bancaria on-line, oyen tertulias en la radio mientras conducen la camioneta por la autopista, pagan con tarjeta, van a conciertos en bares y cometen erratas en los e-mails). Las historias de amor aquí narradas tienen auténticos visos de realidad, y uno reconoce hasta la textura de la frustración en las conversaciones telefónicas circulares y estériles o la temperatura de un polvo que se echa por la mañana con la ropa interior medio puesta. Las discusiones familiares nacen de conflictos también identificables con la experiencia de cualquier persona, y Franzen desciende a un nivel de profundidad psicológica óptimo para rescatar los motivos reales que explican la conducta de sus personajes. De hecho, esa profundidad a la que desciende Franzen resulta tan reveladora y tan común a cualquier ser humano vivo que, para cuando los personajes incurren en errores explicables y en fracasos dolorosos, la identificación está ya tan lograda que uno siente verdadera aprensión ante esa faceta cruel de la vida, porque se reconoce igual de expuesto, igual de frágil, igual de humano en definitiva. Cuando la literatura logra este efecto se vuelve un asunto importante.

Jonathan Franzen, en el momento en que es informado de que EL PAIS ha elegido "Mejor Libro de 2011" la novela "Los Enamoramientos", de Javier Marías, y "Libertad" en segundo lugar.
La dimensión política y social de “Libertad” es también muy inteligente e ilustrativa. El autor, como cualquier ciudadano consciente, gravita varios metros por encima del espectro plano que se extiende entre republicanos y demócratas. Desde esa altura, retrata un republicanismo podrido y tóxico, una aberración política arraigada en una manera precaria y delirante de entender la existencia, animada por catervas de rednecks irritados y evangelistas dementes, fortalecida por elementos dogmáticos y ridículamente antropocéntricos. Pero también señala una izquierda inmadura, narcisista, convencida de su supuesta sofisticación ética, esnobizada y acostumbrada a una condescendencia insultante hacia las clases obreras embrutecidas. En un momento de gran brillantez, Franzen llega a decir que el partido republicano es “el partido del antiesnobismo rabioso”. La radiografía de la guerra de Irak como negocio hiper-lucrativo resulta en la novela tan natural y sencilla que supera en potencia a cualquier discurso antibelicista imaginable.
¿Podría decirse que Jonathan Franzen se define políticamente? Genéricamente tal vez, pero sería más exacto limitarse a afirmar que unas posturas le parecen sencillamente menos espantosas que otras. Se agradece en cualquier caso su equilibrio anímico en un asunto tan resbaladizo: ni optimismo forzado ni histerismo catastrofista; tan sólo el dibujo certero de los ambientes sociales, las luces bien colocadas y el discurso ágil.
Pero su voz de autor apenas se oye, y eso es delicioso. No hay ni un gramo de petulancia, ni un gramo de ego, ni un gramo de prepotencia, ni un gramo de exhibicionismo intelectual en todo el texto: el autor se limita a narrar y a fundir su voz con la de cada personaje, y mantiene una discreción exquisita, sin intentar establecer ninguna verdad, sin arrogarse ningún descubrimiento, sin sentencias pretenciosas, sin efectismo ni provocación intencionada. Franzen parece integrar en su voz de narrador el locus interno de los personajes, acogiéndolo y respetándolo como si él mismo guardara silencio. Es magnífico. Esta habilidad para disipar su presencia, sumada a la formidable consistencia de unos personajes cuyo origen y desarrollo se nos presenta con claridad, produce el siguiente efecto: el discurso del personaje es tan coherente con su vida y con su perspectiva del mundo que es imposible atribuírselo a Franzen, porque pertenece plenamente al personaje, al conjunto bien vertebrado de su identidad. Así, el autor insufla sus opiniones a través de sus criaturas como si lo hiciera a través de filtros que las intensifican, las distorsionan o las suavizan, y cada expresión resultante contiene preciosas dosis de verdad, o al menos enjundia suficiente como para enriquecer la novela:
“Desde el punto de vista de Walter, no existía en el mundo mayor fuerza del mal que la Iglesia católica, ni causa más perentoria para la desesperanza respecto al futuro de la humanidad y del asombroso planeta que se le había concedido, aunque cabía reconocer que en esos tiempos la seguían muy de cerca los fundamentalismos siameses de Bush y Bin Laden. Walter no podía ver una iglesia ni el letrero LOS HOMBRES DE VERDAD AMAN A JESÚS (…) sin notar una opresión de ira en el pecho. En un lugar como Virginia Occidental, eso significaba que montaba en cólera casi cada vez que se atrevía a salir a la luz del día (…). Y el problema no era sólo la religión, ni sólo ese tamaño gigante de todo al que sus compatriotas estadounidenses parecían sentirse con derecho en exclusiva, ni tampoco los Walmarts y los cubos de jarabe de maíz y los monster trucks; era la sensación de que nadie más en el país dedicaba siquiera cinco segundos a pensar en lo que implicaba traer a la limitada superficie de este mundo otros trece millones de grandes primates mensualmente. La serenidad sin sombras de la indiferencia de sus paisanos lo enloquecía de ira” (Pag. 379-380).
Lo mejor es que “Libertad” no es una de esas novelas magníficas que, sin embargo, haya que recomendar de manera selectiva, en función del perfil de cada lector. Es, asombrosa y afortunadamente, una novela para todo el mundo. De verdad. Con una única reserva: Si es usted uno de esos desdichados seres humanos que confía en su potencialidad como escritor por haber generado, en sus momentos de lucidez y soltura expresiva, algunos párrafos decentes, o incluso algún relato pasable que le haya hecho concebir esperanzas sobre una hipotética futura novela, la lectura de “Libertad”, de Jonathan Franzen, caerá sobre usted como una losa de piedra gigantesca, implacable y definitivamente disuasoria, en cuya superficie alguien habría escrito acertadamente las palabras “SUPERA ESTO”. No obstante, también puede ignorarlo y darse una oportunidad: hay varios escritores en España que viven holgadamente de su obra y no tienen ni una cuarta parte de la capacidad creativa ni de la inteligencia literaria de Franzen. (Los críticos que terminan así este tipo de frases, en abstracto, sin dar nombres para no ofender a nadie, me parecen despreciables, y en el argot rapero que uso en la intimidad, los denomino bitch-reviewers. Así que me veo obligado, para desmarcarme de esa categoría nefanda, a aportar algunos ejemplos concretos: Javier Marías, Elvira Lindo, Maruja Torres, Lucía Etxebarría, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Arturo Perez-Reverte, Espido Freire. La distinción entre Franzen y estos escritores españoles está hecha mediante la aplicación de un criterio elemental de realismo y comunicación: la vida, a través de la prosa de Franzen, se parece a la vida tal y como uno la conoce, como experiencia directa e íntima. La vida, a través de la prosa de los escritores mencionados arriba, se parece a una serie de Televisión Española).
Curiosamente, Franzen suele afirmar en las entrevistas que para el mero entretenimiento narrativo, incluso para la información cotidiana del estado del mundo, ya están Internet y la propia televisión. Y que por lo tanto, la novela puede y debe permitirse ese descenso moroso y cuidado hacia el nivel íntimo de la experiencia humana, que es el lugar de encuentro verdadero que la gente añora en un mundo frenético y saturado. La cita con Franzen es en ese nivel, y “Libertad” es un acceso privilegiado.
Franzen es mierda seca. La misma familia disfuncional americana que hemos visto en un millón de series y películas. Lea cosas más serias, joven.