SEFF 2013: En el centro de Sevilla hay otra fiesta

Empecé a escribir esto cuando hacía diez días que había vuelto del Festival de Cine Europeo de Sevilla, sin saber muy bien qué contaros exactamente. Mientras estaba allí, y teniendo en mente que iba a hablar sobre varias de las películas vistas en Miradas de Cine (el texto tiene que salir en unos días) me propuse hacer una especie de making of o colección de anécdotas y dudas existenciales. Una crónica sobre la crónica, y sobre mí pensando en ella (en la crónica también). Voy a intentarlo, dividiré el texto por días. Espero no aburrir.

Domingo, 10 de noviembre: El futuro

Llego a Sevilla con hambre y, con la flamante acreditación ya colgando del cuello, me dirijo a la Antigua Abacería de San Lorenzo, donde inmediatamente me siento agasajado. No sólo porque nada más entrar me ofrecen un pincho, sino por la buena pinta que tienen, a priori, todos los platos de la carta. Pido unos chanquetes con pisto y huevo frito, para que me los sirvan allí mismo en la barra, ya que el establecimiento, que es pequeño y algo laberíntico, está atestado. A mis tres y media, en una mesita, esperan su comida dos chicas jóvenes y arregladas que me miran de vez en cuando; soy la única persona que está sola allí dentro, pero una vez llegue mi generosa ración de chanquetes yo sólo tendré ojos para ellos, que no pueden devolverme la mirada. La camarera me dice: “espera, que te los trincho”, y yo me quedo allí, sin mover un músculo, hasta que ella vuelve con un cuchillo y un tenedor cuya acción sobre el plato crea un entramado de intersecciones, como una reja de patio de colegio, por entre las cuales se mezclan la yema de huevo, el pisto y los chanquetes. Por si no lo sabéis, yo no lo sabía hasta que lo supe, los chanquetes son unos pececitos pequeños, rebozados.

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Pero yo, de lo que más hambre tenía era de ver cine por un tubo, y quizá ese ansia fue parte del poderoso influjo que mi primer filme, El futuro, de Luis López Carrasco, ejerció en mí desde sus primeros instantes, cuando, sobre una pantalla en negro, empieza a oírse la voz de Felipe González. Durante días, no dejo de darle vueltas a esta película, sobre la que me extenderé en Miradas de Cine y que me recuerda un poema del argentino Roberto Juarroz, citado por Vila-Matas en alguno de sus libros, no recuerdo cuál:

A veces me parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie
En el centro de la fiesta
está el vacío
Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.

El futuro fue la primera película que vi en el Festival de Sevilla, que dirige desde el año pasado José Luis Cienfuegos. De repente, caí en la cuenta de que la primera película que había visto el único año que fui al Festival de Gijón, el último de Cienfuegos antes de que le despidieran de una forma harto improcedente, se llamaba igual: El futuro (The future, Miranda July, 2011). Casualidades locas de la vida.

Me había propuesto escribir cada mañana sobre las películas vistas el día anterior, y la primera página de mis notas de campo la copará casi en exclusiva el filme de López Carrasco. Con el paso de los días, ese intento de disciplina crítica irá desprendiéndose de mí, igual que en algunas películas las almas se desprenden de los cuerpos y echan a volar.

Lunes, 11 de noviembre: Stray Dogs, Grand Central

No pude con Stray Dogs (Tsai Ming-liang, 2013), pero tengo la sensación de que si no hubiera dormitado de forma intermitente durante sus primeros cuarenta y cinco minutos, si la hubiera visto enterita, andaría por ahí cual ufano fariseo, proclamando mi amor por la película. Lo que es indudable, y ahí no hay reservas que valgan, es que sus últimos planos son una experiencia. Alguien decía en Facebook que, ante esa estampa de casi quince minutos en la que contemplamos a un hombre y una mujer mirando una pared, podía detectarse una amplísima gama de reacciones, desde la indignación a la hipnosis más pura y trascendental. Yo me dije que desertaría de la película en cuanto los personajes abandonaran aquella estancia suspendida en el tiempo cinematográfico, pero no sabía que en cuanto lo abandonasen lo que iba a ocurrir es que Stray Dogs se terminaría. Acabe siendo presa del grano de la imagen, de los ángulos oscuros, de la noche eterna de los pobres, de una madre que abraza a sus dos hijos bajo la lluvia, del bello efecto que esta causa cuando cae como aguacero sobre un río. No, no pude con Stray Dogs, aunque reconozco que algunos de sus planos son muy bellos, y suscribo en gran parte este texto de Philipp Engel sobre la película de Tsai y otras cosas.

Al mismo tiempo, de alguna manera, pienso que momentos como los planos finales de la película o la catártica escena en la que un personaje devora una col, todo él desgarro y cruda supervivencia, son casi lo mismo que los highlights de las películas de terror: aquél momento que te han dicho que es la hostia, lo nunca visto, lo más salvaje, el no va más de la brutalidad, tienes que verlo y poder decir que lo has visto, que estuviste allí, aunque ni siquiera lo sintieras, pero que quede claro: lo viste. La escena de la col salió a colación unas cuantas veces a lo largo de las conversaciones del festival. Mis apuntes sobre la película de Tsai Ming-liang fueron más bien exiguos y poco lúcidos, os transcribo algunas muestras: “levedad narrativa al cubo”, “final apoteósico”.

Mis notas sobre la siguiente película que vi ese lunes, Grand Central (Rebecca Zlotowski, 2013) no eran mejores: “Los pezones de Léa Seydoux se transparentan tras su camisa de tirantes…”, “el cuerpo de la Seydoux guía el relato, sí, oh…”, “…entré algo borracho a la sesión, mal por mi parte, me perdí el inicio…”, “la escena de la boda refleja cierta felicidad efímera…”.

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Esa noche fui a un concierto, y cuando volvía a casa, serían casi las tres de la madrugada, paré un taxi. El taxista me preguntó si venía de no sé dónde y yo le contesté que sí, aunque no sabía de qué me estaba hablando. Me había sentado justo detrás de él, en los asientos traseros, y me pidió que me pusiera más a la derecha, cosa que hice sin pensarlo mucho. Empezó a preguntarme si venía de pillar cacho, repartiendo peligrosamente sus ojos entre la carretera y mi persona. Yo le decía que, ejem, que no, que yo ya tenía algo en Barcelona, y lo que él hizo fue ponerme la mano en el muslo, y estirarla un poco, acercándose a mi paquete. “¿Se puede tocar?”, preguntó dos veces, y le contesté que no. Luego me preguntó si me gustaban los chicos y mi respuesta también fue negativa, a lo que contestó que vaya, que como yo le había dicho que venía de aquél antro, un lugar de ambiente, se había pensado lo que no era… añadía a todas sus frases la coletilla “fiera”. Cuando llegamos a destino, le di cinco euros y, sin esperar el cambio, que de todas formas era bien poco, me bajé. Esa noche no leí a Cernuda, cosa que sí había hecho la anterior. Era tarde y yo estaba ligeramente ebrio.

Martes, 12 de noviembre: Mala sangre

El martes fue el último día sobre el que tomé apuntes. Fue, si hablamos de cine, uno de los mejores días, aunque empezara con una película tan sosa como We are the best! (2013) de Lukas Moodysson. Fue el primer día, y no sería el último, que pedí salmorejo para comer. Tardaron una eternidad en traerlo, tardaron una eternidad en general, pero todo estaba muy bueno en El Antojo. Fue el día en que Tobe Hooper irrumpió a traición en el cine Avenida, parapetado en el interior de una película llamada Árboles, del colectivo madrileño Los Hijos. También fue el día en que fuimos subyugados hacia la dimensión dieciochesca de A vingança de uma mulher (2012), una película de la portuguesa Rita Azevedo, sobre la que escribo con más detalle en Miradas de Cine.

Pero fue, sobre todo, el día de Mala sangre (Mauvais sang, 1986), de Léos Carax, quien se hallaba en carne y hueso en Sevilla para abanderar personalmente la retrospectiva que el festival le dedicaba. No exagero si digo que hubo momentos, durante el filme, en los que me sentí inmensamente solo, como hacía tiempo que no me sentía en un cine; deseaba que ella estuviera allí para dejarse herir conmigo por una película viva y vibrante, cuyo montaje, y toda ella, tiene algo urgente, desesperado, que a veces parece que corte cuando en realidad te acaricia. Mala sangre habla sobre el amor, cual animal en peligro de extinción. Mala sangre es una caricia sostenida en la oscuridad (nunca veremos a los personajes a pleno día, casi siempre es de noche, tan sólo hay dos amaneceres encapotados), en la que las siluetas de los actores se recortan contra el plano como si fueran presencias, como si quisieran trascender más allá del plano, e incluso en una ocasión el rostro de un personaje se aplasta brevemente contra la cámara, evidenciando que está ahí, recordándonos que el cine es un juego de magia y un cuento que no tiene principio ni final. Estas notas, ahora, me parecen triviales, insuficientes, y leo la última frase que escribí en mi improvisado cuaderno de campo: “Muchas sensaciones que espero no perder”. No sé si me deprime pensar que la nuestra, a la larga, es una carrera contra el olvido.

Miércoles, 13 de noviembre: Gunvor Nelson

Puede que dejara de tomar notas por las mañanas porque, además de tener que bajar a desayunar la tostada de rigor y pasear al perro, las cosas que vi el miércoles se resistían a ser consignadas por escrito en un documento de Word. Tanto El desconocido del lago (L’inconnu du lac, Alain Guiraudie, 2013) como Un ramo de cactus (Pablo Llorca, 2013) son dos películas que, cada una a su manera, entran ligerísimas, son relatos desnudos de todo artificio, lo cual cosa no las hace menos interesantes.

Los cortos de la artista visual sueca Gunvor Nelson, cuya retrospectiva era la más inédita y arriesgada de las propuestas del festival, estarían en las antípodas de esa desnudez: sobre todo en aquellas piezas donde Nelson experimenta con la animación, nuestras retinas son literalmente asaltadas por collages frenéticos en los que, haciendo uso de todo tipo de materiales y texturas, la artista sueca yuxtapone imágenes sin darnos siquiera tiempo a asimilarlas, aunque si nos paramos a digerirlo podamos intuir que su imaginario tiene la memoria y la infancia por brújulas, al menos aparentes. Vincularla al surrealismo o al dadaísmo sería fácil, obvio, aunque en sus obras animadas, que son como una mutación imparable, se percibe ese espíritu juguetón, infantil, de asociar ideas por mera intuición, sin racionalizarlas, dejando que fluyan directamente desde las ciudades secretas de la experiencia: de dónde vienes y lo que recuerdas, que eso, al fin y al cabo, es lo que eres. Fuera de sus obras animadas, me dejó una honda impresión Time being (1991), un documento estremecedor en el que Nelson filma a su madre mientras a esta se le escapa, literalmente, el aliento vital, por la boca, una boca abierta y terrible que se te queda incrustada en el cerebro. Suerte que a continuación, para quitarnos de encima el mal rollo, nos pusieron True to life (2006), 39 minutos en los que Gunvor Nelson pasea una cámara digital, a ras de suelo, por su jardín, mostrándonos el despertar de la naturaleza en todo su esplendor. Se me hizo algo pesado, pero luego conseguí dejarme llevar por los movimientos de la pareja de bañistas de Moon’s pool (1973), bellísima pieza perteneciente a la etapa en que Gunvor Nelson vivió en San Francisco, y que constituiría un perfecto acompañamiento visual para “Nightswimming” de REM, sonando en bucle durante quince minutos. Aunque el corto de Nelson ya cuenta con un envoltorio sonoro que se basta y sobra por sí solo.

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Jueves, 14 de noviembre: La jungla interior, E agora? Lembra-me

Saco a pasear al perro y en apenas un minuto o dos de inspiración escatológica, se caga frente a la puerta de una casa, dejando el zurullo allí donde probablemente pondrá su suela la próxima persona que salga y, a continuación, se mea sin decoro alguno sobre unas flores, en una floristería. Nadie nos ha visto, pero yo estoy secretamente orgulloso de él. La mierda no la he recogido porque no llevaba bolsas encima. La orina es más difícil de recoger. Encima, todo esto ocurría prácticamente delante de la casa donde mataron a Marta del Castillo. Este dato lo tengo porque el domingo, cuando llegué a la casa del amigo que iba a alojarme durante estos días, que es el dueño del perro cagón y se llama Jesús Vázquez, como el presentador de televisión, lo primero que me mostró de Sevilla fue precisamente esa triste fachada, enfrente de la cual tiene su local una entidad llamada Familia Unida. La excusa para tan poco ortodoxa visita turística era que el lugar del crimen se hallaba a escasos minutos de su casa, y nos venía de paso para ir al badulaque.

Llego con dolor de barriga al pase de las 12:30 de La jungla interior (2013), dirigida por Juan Barrero, una película durante la cual mi dolor de barriga no cesará y empezaré a sentirme mal, no sólo físicamente. La película no me está gustando, la estoy encontrando risible, pero tampoco quiero ser cruel ni nada de eso. Además, temo abandonar la sala y que a la gente le haya parecido una maravilla. Cuando termina, me trago los créditos enteros y luego camino sin ver a nadie hasta el interior del NH Plaza de Armas. Me encuentro a una amiga crítica, medio espatarrada en un sofá, riéndose a carcajada limpia. Me pregunta si he visto lo mismo que ella ha visto y le digo que sí, que la he visto y que es una auténtica joya. Suspiro aliviado. Aparece más gente que corrobora que sí, que esta película es cosa fina. El filme incluso se permite un extraño spoof de Uncle Bonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk chat, Apitchapong Weerasethakul, 2010), con eyaculación en primer plano incluida. Ambas películas las produce Eddie Saeta. Nos vamos a comer, y volvemos a dejarnos mecer por la gracia divina del salmorejo, casi como si nos fuera la vida en ello, esta vez en el restaurante Sidonia, que también hace unas tartas exquisitas. Hacemos recuento de nuestras tres películas favoritas hasta el momento: las mías, si no cuento la de Carax, son L’inconnu du lac, El futuro y A vingança de uma mulher. La película de Juan Barrero, sin embargo, será todo un éxito en el pase de la noche, que contará con un improvisado solo de violín durante los créditos finales, a cargo de la protagonista de la peli. Otros críticos amigos nuestros nos aseguran que no, La jungla interior no está tan mal, y el sábado nos enteraremos de que ha ganado el premio Nuevas Olas – No ficción. Pese a nosotros, que lo habíamos pasado tan bien rajando de ella…

La quinta foto que sale si buscas en Google Imágenes “la jungla interior joya”

Por la noche, me equivoco de cine y me veo obligado a coger, in extremis, un taxi que me lleve a los cines Plaza de Armas, donde se proyecta E agora? Lembra-me (2013), de Joaquim Pinto. Llego con la película ya empezada y ese ligero retraso parecerá marcar mi relación con un documental que es largo (dura 164 minutos) pero con el que es muy fácil establecer una conexión, dada la sinceridad y el arrojo de su protagonista, el mismo Pinto, que se está muriendo, hace muchos años que tiene el SIDA, y trata, cámara en mano, de hacer recuento de su vida junto a Nuno, su compañero sentimental. Joaquim Pinto ha trabajado como técnico de sonido, productor y director de fotografía, entre otras labores, para gente como Raúl Ruiz, Joao César Monteiro o Manoel de Oliveira, y son tantas las cosas que tiene que contar, las personas a las que recuerda, las sensaciones que describe, que me descubro incapaz de cogerlo todo al vuelo. Leí en algún sitio unas declaraciones suyas en las que decía que con esta película quería atrapar o aprehender la vida, agarrarla y no soltarla hasta que no fuera estrictamente necesario. Y yo, que he llegado tarde a su viaje, correré siempre detrás de él y de Nuno, aunque saldré del cine con la sensación de haber estado cerca de otro ser humano, por más que entre nosotros mediara la pantalla, algo que no me ocurrió ni por asomo durante el visionado de La jungla interior.

Viernes, 15 de noviembre, y sábado, 16 de noviembre: Salvo, Double play: James Benning and Richard Linklater, Les salauds, A espada e a rosa y Grand Central, otra vez

Llegados a este punto, me doy perfecta cuenta de que esta crónica mastodóntica habría funcionado mucho mejor de haberse publicado por entregas, sobre el terreno. Confío en que, de todas formas, el interlineado de uno y medio y la fuente Arial 12 me estén jugando una mala pasada y no haya escrito tanto como creo haber escrito. Tampoco estoy seguro de haberme siquiera acercado a mi ambición inicial, que era no la de escribir una crónica de festival al uso sino el hacer algo así como anotaciones en los márgenes de las películas. Sea como sea, vayamos zanjando esto. La tarde del viernes vi dos de las películas que más me apetecían de la programación: Les salauds de Claire Denis y A espada e a rosa de Joao Nicolau, y ninguna de las dos me supo a poco. He escrito sobre ambas en la crónica para Miradas de Cine. Por la mañana, con Salvo (2013) de Fabio Grassadonia y Antonio Piazza, me había pasado algo que siempre me pasa alguna vez en los festivales y es que llega un momento en el que decido dimitir de mis obligaciones, al menos temporalmente. No es que me durmiera, ni siquiera puedo culpar al sueño, sino que la película sucedió ante mí sin que yo lograra entrar en ella. Por alguna razón, y pese a que tiene apuntes de realización interesantes, esta historia de un sicario de poca monta con buen corazón, y algo asceta, se me antojó muy vista y previsible desde el primer momento. Traté de darle algún tiempo pero terminé echando ojeadas al móvil y, lo confieso, deseando que acabara.

Me gustó, por otra parte, el documental de Gabe Klinger Double play: James Benning and Richard Linklater (2013), aunque me quedé sopa al principio y me perdí como veinte minutos. En ella, el director de Waking life (2001) y el de One Way Boogie Woogie (1977), que son amigos desde hace tiempo, hablan sobre su respectiva obra para descubrir (para que lo descubramos nosotros) que, aunque su cine parta de postulados y estrategias distintas, ambos persiguen capturar el paso del tiempo y cómo este hace mella en las personas y en los lugares. Es posible que no sepáis quien es James Benning: es un cineasta experimental sobre el que, si queréis saber más, podéis buscar en Internet.

El sábado al mediodía, en las que iban a ser mis últimas horas en Sevilla, quise alejarme de las coordenadas habituales y caminé hacia el interior de Triana, con un destino propiciatorio, una tienda llamada Sensei Cómics, a la que llegué para constatar que tenían más o menos los mismos cómics que podría encontrar en otras tiendas de otras ciudades españolas. Al salir de la tienda, me pudo una especie de melancolía y me quedé allí sentado un rato, tecleando el móvil, pensando en cómo el paso del tiempo empezaba a hacer mella en mí, sintiendo la necesidad de moverme una vez más antes de que fuera demasiado tarde. ¿Tarde para qué? No lo sabía, pero me levanté y andé, como Lázaro, y fotografié el nombre de un bar de la calle Betis que estaba cerrado y que se llamaba Lo Nuestro. Caminé de vuelta hasta el puente para cruzar de nuevo el Guadalquivir. Aún faltaba un rato para la hora en que había quedado para comer, así que encontré unas escaleras solitarias a la orilla del río y allí me senté a divagar y a hacer alguna que otra foto con pretensiones artísticas que luego borraría por falta de espacio en mi móvil. Comimos y hablamos sobre Claire Denis, preguntándonos los unos a los otros sobre las zonas de sombra que deja su narrativa en Les salauds, y luego, como no tenía nada que hacer hasta que saliera mi bus al aeropuerto, me volví a meter en un pase de Grand Central, la película de la central nuclear con Léa Seydoux. Comprobé que, en el anterior visionado, mi somnolencia me había llevado a perderme una escena clave, aquélla en la que, durante una comida, para ejemplificar algo de lo que están hablando, la Seydoux se morrea ostentosamente con Tahar Rahim, delante de todo el mundo, abriendo la veda de la amenaza erótica que se cernirá sobre él a partir de ese momento. Tenía miedo de perder el autobús, pero aun así me esperé a que terminara la película, porque quería llegar hasta el último y brevísimo cara a cara entre sus protagonistas, casi en el tiempo de descuento, al borde del minutos noventa, los amantes separados por una distancia que ya no se acortará. Al menos, en lo que concierne al tiempo de la película. La vida es otra cosa, supongo.

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