Un objeto de belleza

“Patrice estaba acostumbrado a las respuestas rotundas de los cuadros, no a las impredecibles reacciones de las personas. Un debate con un cuadro constituía una conversación de complejidad e intriga máximas, irresoluble y continua. Una conversación con Lacey era lo mismo, salvo que el cuadro no la emprendía con él.”

UN OBJETO DE BELLEZA, Steve Martin.

“Su carrera de artista tampoco tenía nada de impresionante; ni siquiera era, en verdad, un artista, nunca había expuesto, nunca un artículo había explicado su obra ni la importancia que tenía para el mundo, era en esta época más o menos un perfecto desconocido.”

EL MAPA Y EL TERRITORIO, Michel Houellebecq.

Año 1997. Leacy Yeager prepara con esmero el cuadro de 1946 Bañistas desnudas de Milton Avery, para su subasta en la casa Sotheby´s en la última novela de Steve Martin Un objeto de Belleza (2010)

Año 2012. “¿Te has dado cuenta de que ya nadie trabaja? Ahora todo el mundo se dedica a hacer algo artístico…” pontifica balbuceando un paródico y ultramaquillado Sean Penn en la última película del italiano Paolo Sorrentino This must be the place (2012).

La distancia que separa estos dos instantes de ficción es corta, un breve lapso de tiempo en la historia del arte pero un gran océano que ha acabado por hundir las esperanzas de millones de pintores, estudiantes de arte y demás aspirantes al engranaje artístico actual. La última novela del polifacético cómico Steve Martin consigue que sintamos en nuestro pecho los últimos latidos de la escena artística neoyorquina de finales de los 90 y principios del año 2000 hasta el desmoronamiento del mercado tras los atentados terroristas del 11-s. Aquellos maravillosos años donde el arte contemporáneo procedía desde las más profundas garras del mercado y, en menor medida, del talento de los artistas, en lugar de la democratización global actual de los medios digitales donde “todo el mundo se dedica a hacer algo artístico” y donde nuestra madre, nuestro vecino, incluso hasta nosotros mismos podemos sorprender en cualquier momento al mundo siendo el próximo Andy Warhol.

Lo que a priori podría observarse como una variante artística de El diablo viste de Prada (Lauren Weisberger, 2003), la recién publicada por Random House Mondadori en España Un objeto de Belleza de Steve Martin aborda (¡Al fin!) de una manera exhaustiva, cuasi analítica, los lugares a los que Houellebecq no le interesó adentrarse en El mapa y el territorio, las tramas que el El arte de estrangular (Art School Confidential, Terry Zwigoff, 2006) evitó, los personajes obviados por Neil Labute en su minusvalorada y reivindicable Por amor al arte (The shape of things, 2003), las posibilidades creativas que Cashback (Sean Ellis, 2006) y El arte de pasar de todo (The art of getting by, Gavin Wiessen, 2011) desaprovecharon… El mercado del arte. El engranaje que acciona los mecanismos para que un simple trozo de papel pueda adquirir un precio millonario, la manivela que girada convenientemente puede hundir y glorificar carreras artísticas, el mayor espectáculo del mundo capaz de unir a multimillonarios, aficionados, coleccionistas y artistas a través de unas simples pinceladas.

¿Por qué (casi) todas las propuestas cinematográficas con el mundo del arte contemporáneo como protagonista abordan únicamente temáticas estudiantiles? Allí reside el principal valor de Un objeto de belleza. Los galeristas, coleccionistas, y comisarios como únicos y demiúrgicos centros de la trama. Bravo. ¿Qué puede haber más divertido que alguien con dinero? ¡Un tonto con dinero! Basten Entre pillos anda el juego (Trading Places, John Landis, 1983), El gran despilfarro (Brewster´s Millions, Walter Hill, 1985) o El príncipe de Zamunda (Coming to América, John Landis, 1087) para demostrarlo si es que alguién tenía alguna duda.

Hablando de tontos con dinero, poco después de verse publicado el libro en Estados Unidos Steve Martin se vió envuelto en un caso de fasificaciones artísticas por el que perdió 200.000 dólares por la compra de un falso Heinrich Campendonk tras revender su cuadro a la casa de subastas Christie´s por 500.000 dólares tras arrepentirse (¿arrepentirse?) de su compra meses antes. La respuesta en Twitter por parte del cómico fue brillante, a la altura de su novela.

Para nuestra sorpresa, grata por la ironía, realismo y amargura en las reflexiones de los personajes, no encontraremos una gran comicidad sobre la clase pudiente americana interesada en las bellas artes sino una crítica desde el otro lado de la barrera, los galeristas. Sorprende la erudición y el bagaje pictórico de Martin, poniendo a prueba al lector con interminables enumeraciones, citas y ejemplos pictóricos a cada página, gran acierto el de acompañar visualmente la mayoría de obras citadas de importancia para la trama con fotografías ilustrativas. Como bien expresa Martin como idea central a lo largo de todo el relato obra, artista y galerista son los tres factores que delimitan la importancia de una obra de arte sobre el resto. Sin embargo y tristemente el arte contemporáneo pierde y ve anulada la importancia de los dos primeros concediendo el poder plenamente al tercer actante: el galerista, coleccionista, museo o casa de subastas que posea la obra en propiedad, delimitando si ese objeto será digno de ser admirado y poseído o no. Allí encontramos el gancho en que Martin basa toda su reflexión.

Al acabar la lectura emocionado, descubro en internet que ya se encuentra en preproducción la adaptación en Hollywood con Amy Adams como protagonista en el papel de Lacey Yeager, protagonista y reina indiscutible del circo ideado por Martin a lo largo de sus trescientas páginas. En homenaje a Adams vuelvo a ver Junebug (Phil Morrison, 2005) y en su visionado no dejo de pensar en cómo la autoestima de Lacey, se hubiera comido en menos de una semana a la galerista del filme y a todos los personajes de la obra maestra de Morrison. Quizá para triunfar ya no solo en el arte sino en la vida debamos comportarnos como Lacey se comportó y tomar aquella decisión que de una vez marque el resto de nuestra vida.

 

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