Una, grande y zombi. La letra, con sangre entra.

No debería ser ninguna vergüenza afrontar una obra de género en literatura. En el prólogo de la antología Los hombres topo quieren tus ojos (Valdemar) Jesús Palacios nos recordaba que autores tan reconocidos hoy día como Bradbury, Lovecraft, Robert Bloch, Hammett o Cornell Woolrich en su momento fueron altivamente relegados a la categoría de meros artesanos de la narrativas pulp, incapaces de asumir y desarrollar las ambiciones estilísticas y conceptuales de sus supuestos hermanos mayores. Me atrevería a decir que Una, grande y zombi  es, ante todo, una novela que asume el género (no en vano uno de los más ideologizados dentro del horror, la historia de zombis, campo abonado para el manifiesto incendiario, la sátira, la parodia o la fábula) más como un desafío personal de su autor que como ejercicio de estilo. Migoya se siente muy a gusto manejando y reinventando las claves que han alimentado su propia sed de cine y literatura, en su vertiente menos sesuda, más epidérmica e inmediata, pero también más honesta y sentimental. Quizá con el tiempo hayamos aprendido a asimilar sin miedos una cierta poética de la serie Z cinematográfica, vista como discurso que fluye al margen de los ínfimos presupuestos y los errores técnicos de bulto. No ha ocurrido lo mismo con la literatura y quizá sea comprensible: el ceñudo crítico literario, temeroso de cualquier restallido pop, no iba a equiparar con tanta facilidad la errata o la falta ortográfica con el salto del eje. Una cosa es el error humano, debía pensar, y otra muy diferente el atentado salaz contra la nobleza de la letra. Y el problema no es sólo, ojo, de los críticos: la serie B tiene siempre la excusa del presupuesto, pero son pocas cosas que excusan a un mal escritor. Y aunque los mejores relatos y novelas pulp estén movidos por una intriga, un ingenio y una energía con los que es muy fácil simpatizar, incluso el propio Palacios señala como algunas de sus principales señas de identidad las “frases de descuidada sintaxis, propicias a la acción rápida y a la definición esquemática de personajes y situaciones (…), una barroca adjetivación (…), repleta de exclamaciones gratuitas y melodramáticas”.

He ahí el ambicioso reto que asume Migoya: construir una novela de género sin los (disculpables) errores de las obras de género, con un estilo personal y reconocible, pero también blindado y riguroso. Un experimento técnicamente intachable, tanto en su estructura como en el vigor de la narración, pero que en ningún momento deja de ser fresco, ágil y divertido, e impelido por un dinamismo y una vitalidad tan contagiosos como el virus que empuja a comer carne humana. Es decir, algo casi imposible a priori: arte y ensayo con espíritu de gamberrada, o si cabe la licencia, arte y ensayo palomitero (no encuentro el equivalente literario a la palomita). Si el autor de El hombre con miedo sale tan bien parado de la jugada, es porque, me temo, una de sus pocas obras que en su momento tuve a mal saltarme y que espero recuperar con urgencia, Quítame tus sucias manos de encima, en verdad tuvo que suponer el revulsivo que su narrativa ya comenzaba a necesitar: el momento en que dejó de cultivar una literatura de ideas –a veces resueltas con habilidad y genio, pero también en ocasiones remachadas con soluciones más vagas y frustrantes- para convertirse en un todo acabado y completo, en el que el resultado final no desmerece en ningún caso el osado planteamiento de cada una de sus situaciones.

Muchas son las cosas dignas de ser destacadas de la novela de Migoya: en primer lugar el retrato de una Barcelona sucia y purulenta, en la que el vicio campa a sus anchas tanto en los suburbios como en las zonas más adineradas, que en sus mejores pasajes no desmerece a la mirada descreída del Chester Himes de Algodón en Harlem. Todo ello envuelto en un halo de romanticismo fou, que conecta directamente con el espíritu puro de clásicos como Dellamorte Dellamore o Mortal Zombie, que antes que películas de muertos vivientes eran grandes historias de amor, y sacudido por un ritmo enfurecido, que consigue escenas de acción tan memorables, y de ejecución nada sencilla, como la del encuentro futbolístico o todas las que precipitan a un apoteosis final que, como cabía esperar, está a la altura de las sangrientas circunstancias. Las duchas de higadillos y hemoglobina son constantes y variadas, pero no resultan tan relevantes si tenemos en cuenta que quien se deja parte de sus tripas en cada párrafo es el propio Migoya, a veces poseído por la locura salvaje de un Mark Millar o un Garth Ennis que hubieran aceptado de miedo y asco por las catacumbas del universo de los no-muertos. Pero lo que sin duda va a irritar más a sus detractores es su contundente idealismo (cuanto más se aleja de la fealdad cotidiana, el universo del autor gana en épica y romanticismo: los peleles se convierten en improbables héroes sobre los que pende el porvenir del planeta) y la pericia que muestra para enlazar el plano fantástico con episodios de su vida profesional y personal. A todo esto hay que sumar la ácida inclusión en la historia de personajes muy reconocibles de la política española (me quedo con los episodios referentes a los trasuntos de Manuel Fraga y Soraya Sáenz de Santamaría), con un humor que bebe tanto de la ironía de autores como Waugh, Saki o Woodehouse como del oscuro retorcimiento de Jarry, Picabia o algunos decadentistas. Como ellos, Migoya sabe muy bien como convertir el chiste más burdo y cazallero en algo elegante y siniestramente revelador.

Nota final con vistas a un futuro posible: Esta quizá sea una de las novelas más redondas de Migoya, pero también es, para bien o para mal, una de las más fácilmente asimilables por el gran público. No hablo, en ningún caso, de una claudicación, sino de que aquí su cachondeo y su sarcasmo son compartibles al noventa y nueve por ciento y rara vez resultan verdaderamente dolorosos, quizá porque sus dianas sean también las de un odio generalizado. La concisión del estilo –moroso cuando la atmósfera lo precisa, pero siempre claro y directo-, al que es difícil encontrarle pegas de peso, subraya aun más esta característica. El que la industria literaria haya encontrado al fin un hueco –y casi una etiqueta- para Migoya, es una buena noticia, considerando que han sido ellos quienes han tenido que adaptarse en cierta medida a sus propuestas y no al revés, pero él no debería dejarse ganar tan fácilmente y regresar a la senda de los desheredados justo cuando sus nuevos valedores menos se lo esperen. Quizá sea muy egoísta pontificar que lo preferimos nadando siempre a la contra, pero es que realmente pocos hay que se atrevan a hacerlo tan a las bravas y, lo más importante, sin perder la coherencia de un discurso siempre incómodo y moderno.

 

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  1. Aunque al autor de la crítica se le notan esfuerzos condescendientes por evitarlo y por compensarlo, este texto contiene y transmite un mensaje muy claro, que además es cierto: Hernán Migoya no es un gran escritor ni tiene verdaderamente grandes cosas que decir, lo cual le relega a experimentos como este o a una marginalidad permanente. Es decir, esta crítica transmite, con toda la delicadeza de la que su autor es capaz, que Hernán Migoya es impotente, pero que siempre puede mearse en la pared exterior del mainstream y conseguir atención si lo hace bien.

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