Los aficionados a las sonrisas amables en ruedas de prensa estaban encantados. Los fans de la ‘humildat’, del ‘fair play’, del ‘lo importante es sentir los colores’, los lectores de libros de autoayuda. Un prometedor ciclista al que le habían detectado un cáncer testicular con metástasis, cuando sólo tenía 25 años, se había sobrepuesto a la adversidad; había resurgido cual ave fénix, convirtiéndose en uno de los mayores ciclistas de la historia al ganar 7 veces el Tour de Francia. Otros hubiesen abandonado su carrera deportiva y se hubiesen centrado en salir vivos de esa, pero él no. Pese a las pocas posibilidades de sobrevivir, eligió un tratamiento que no redujese su capacidad pulmonar, salió victorioso y volvió a la competición para ser el mejor. ¿Podía haber una encarnación mejor de lo que representaba el deporte?
Lance era un héroe, además de sus éxitos en el ciclismo había creado “Lifestrong”, una fundación que apoyaba a los enfermos de cáncer y promovía planes para mejorar la calidad de vida de los supervivientes. Sus apariciones públicas eran una fábrica de citas sobre la lucha, la esperanza y el esfuerzo. Contagiaba a todos con esa idea tan cálida y reconfortante de que el que fracasa o muere es porque no lucha, porque ha perdido la esperanza, porque quiere. La idea de que si continúas yendo todas las mañanas a ese curro que odias (si es que tienes curro que odiar) y afrontas tu mierda de vida con una sonrisa en la cara, sin darte por vencido, algún día tu hijo dejará de drogarse, tu mujer perderá 20 kg, le crecerán las tetas y te verás en un yate inmenso en medio del Atlántico. ¡Porque todos podemos conseguir lo que nos propongamos sólo con voluntad y esfuerzo, pasmado!
Pero ahora no creo que vayan a poner en un cartel motivacional el “Yes, I doped” que pronunció ante Oprah Winfrey.
Casi da risa visitar su web oficial (http://lancearmstrong.com), donde se ha congelado el tiempo en la época en la que Armstrong todavía era un modelo de conducta para los niños. Sólo la sección “News” está actualizada y se pueden leer artículos de la revista Forbes o de la ESPN, con títulos como ‘Why Lance Armstrong Still Matters’ o ‘Lance still worth revering’ y otros muchos más ‘stills’. Ahora ya no sé si retroceder en el texto y cambiar ‘risa’ por ‘lástima’. Es algo que me pasa a menudo.
Los que antes le adoraban, hoy demuestran auténtico odio hacia su figura, reniegan de él y le insultan. No es simplemente un tipo que haya incumplido un reglamento que sólo afecta al colectivo de los que juegan a llegar más rápido a un sitio en bicicleta y cobran por ello. Hay gente que rompe las reglas de su colectivo y nos cae muy bien. Pero Lance Armstrong no es como ellos. Es alguien que nos hizo creer que se podía vencer al cáncer sólo con fuerza de voluntad (sin que tuviesen nada que ver ni los tratamientos novedosos que pudo costearse, ni mucho menos la pura suerte) y luego convertirse en el mejor ciclista del mundo, que nos confirmó lo que ya sabíamos: que con honestidad y lucha se puede llegar a todas partes, pero que ahora nos desengaña; nos dice que es imposible entrenar tanto, tan duro, con tanta presión, sin ayuda de procedimientos y sustancias prohibidas en el deporte. Se atreve a contradecir nuestra visión del mundo después de haberla alimentado como nadie antes.
Poco importan los millones de dólares que haya destinado su fundación a los enfermos de cáncer, ni cuantas vidas hayan mejorado gracias a él. Nos ha herido y nuestro orgullo miope no lo pagan unas cuantas vidas. Es un auténtico hijo de puta. Así somos.
Yo, personalmente, creo que las federaciones deportivas deberían aceptar plenamente el dopaje, abrazarlo y potenciarlo ya que nace de la auténtica naturaleza del deporte. Hay que aceptar la oscuridad intrínseca existente en toda actividad competitiva de élite, despojar al deporte profesional de su falso discurso de ‘valores’, su hueca ‘filosofía del esfuerzo (físico)’ y su apariencia saludable. Observar la realidad intentando quitarnos la mayor cantidad de filtros posibles y actuar de la manera más razonable conforme a ella.
Así, los laboratorios farmacéuticos tendrían sus propios equipos técnicos, como en la Fórmula 1, y contratarían a los deportistas que prefiriesen para “pilotar” sus drogas. Habría premios en las olimpiadas para la mejor “escudería”, los niños soñarían desde pequeños con desarrollar nuevas moléculas más efectivas como hacen sus farmacéuticas favoritas en la tele. La vocación investigadora recibiría el empujón que necesita, la ciencia empezaría a valorarse más en este país y gracias al dinero de la competición, se producirían grandes avances en farmacología de los que todos nos podríamos beneficiar.
Todo, mientras disfrutamos del espectáculo de ver a unos monstruos dopados luchando por demostrar quién es el más rápido, o el que salta más alto. Viendo cómo sufren y sacrifican sus cuerpos hasta límites inhumanos para ganarse nuestra admiración y para entretenernos. Exactamente como ahora, pero sin lenitivos, con más fondos para la investigación y mucho, mucho más divertido.
Siempre he estado muy a favor del dopaje en el deporte. Las marcas serías asombrosas y veríamos desplomarse muertos a más de un atleta en los estadios. Gladiadores modernos inflados a pastillas. Me arroba.