Hace escasos días, terminaban las funciones en Madrid del espectáculo humorístico-musical Mellizos, dirigido, escrito y protagonizado por Bertín Osborne y Paco Arévalo. Por suerte, pude escaparme unos días antes a verlo y ahora estoy de ánimo para relatar someramente de lo que mis ojos fueron mudos testigos. El caso es que acudí atraído por la idea de juntar a estos dos señores a partir de un planteamiento que parecía homenajear/copiar/parodiar el del tándem Schwarzzenegger/DeVito en Los gemelos golpean dos veces. Lejos de considerarme fan fatal de estos dos simpáticos individuos, he de reconocer que me fascina lo que representan y simbolizan, el indiscutible rinconcito, ganado con sudor y lágrimas, que tienen dentro del folclore patrio, y el abismo que existe entre la generación anterior, que los venera y respeta, y la actual, que o bien los repudia o bien los considera objetos de culto trash. ¿Quizá seamos ahora más inclementes y despiadados, hayamos dejado por el camino ciertas sensibilidades? ¿O tal vez, de la misma forma que la telebasura de hoy será parte integrante de la cultura del futuro, lo que ayer se consideraba respetable, incluso moderno, acaba por convertirse en objeto de mofa con el paso del tiempo? Me sorprende y preocupa que incluso en esa categorización “de culto”, supuestamente cariñosa, resida un halo pestoso de condescendencia, un resabio de desprecio. Esa tendencia de mirar por encima del hombro al pasado, de considerarnos superiores cuando diferentes no tiene por qué significar en un grado superior de evolución (un concepto que no existe en el arte, mucho menos en el humor, por otra parte). Esa relación de amor/odio, casi sadomasoquista, que el español medio, en palabras de Santiago Segura, siente irremediablemente por sus mitos audiovisuales. En fin, que tal como estaba contando, acudí la tarde-noche de un sábado al Teatro Compac de Gran Vía, local que sorprendí infestado de señoras que triplicaban mi edad y caballeros que fácilmente cuadriplicaban mi nivel de ingresos. La experiencia fue gratificante, especial y agotadora. Volviendo la vista atrás, sin ira, puedo estar cualquier cosa menos arrepentido.
Asciende el telón. Tras las primeras bromas del dúo, que arranca la función, al menos la que yo vi, algo titubeante, comienza el primer y más discutible episodio: un monólogo de Arévalo a palo seco y pecho descubierto. El tono general es tan premeditadamente vintage que incluso hay espacio para bromas a costa de Rumasa y el Dioni. El humorista tiene la enorme cualidad de conocer a la perfección de qué pie cojea su público: rápidamente se suceden gracietas nada amables contra Zapatero, el gobierno socialista, la telebasura, la prensa rosa y desde luego, los homosexuales, con chanzas de la edad de la peseta que consiguen alzar los párpados de puro inadecuadas y anacrónicas (¿habéis visto el día del Orgullo Gay? ¡Cualquiera se atreve a salir a dar un paseo! Como se te caiga algo y te agaches…). Uno se empapa de fanzines, performances histéricas y películas gore y resulta que un monólogo de Arévalo es lo más políticamente incorrecto que recuerdo en meses. No tanto por el contenido, sino por su capacidad de sacar los colores a ese sector de la izquierda cerril y biempensante, tan aficionada a ese etiquetado que anticipa la censura. Vamos que, hoy por hoy, anacronismo es terrorismo. Y es que tildar el humor de Arévalo de fascistoide, más que injusto, es inexacto: sus peroratas tienen que ver, más bien, con la soledad de un hombre (y por ende, de una generación) perplejo y asustado ante el cambio de las cosas, el mismo individuo desprotegido que añora el pasado no por fervor político y religioso, sino por familiaridad sentimental. Un pensamiento que no comparto, pero que es preciso contextualizar para comprenderlo en toda su extensión.
Llega el segundo acto, si cabe esta distinción, y Bertín toma el relevo con carisma de chulopiscinas y aplomo verbenero. El jerezano, conde de las Navas y Donadío de Casasola, enseguida se mete al público en el bolsillo, y lo mejor es que lo hace con una buscada y muy conseguida impresión de melasudatodo. Como él bien se encarga de presumir: empecé en esto hace cuarenta años de cachondeo y aquí sigo, todavía de cachondeo. Y las señoras que lo vean y lo aplaudan, ¿no? Su gran acierto es dejar de lado el rebufo político de su hermanito y centrarse en el arte de la anécdota, con un dominio del timing en verdad encomiable. Partiendo de un mínimo guión (de otra forma, no lo hacía), improvisando gestos y muletillas, tan a pecho descubierto como Arévalo. Deteniéndose en algún momento, claro, a hilar estribillos de añejos hits de la canción melódica, y alguna ranchera, para regocijo de su público más provecto. Bertín nos transporta enseguida a la barra de whiskería en la que podríamos estar escuchándole embelesados, a poder ser con unos vinitos haciendo eses bien adentro. Su humor arranca con la retórica de la autohumillación, pero que nadie se lleve a engaño: el maestro no es ni Jerry Lewis ni Ben Stiller. Su juego es el del triunfador que siempre cae de pie, el aficionado (como él bien gusta de definirse) que puede dar unos cuantos traspiés torpones que secuestran nuestra simpatía, pero que finalmente acaba besando (con lengua) a la chica. Su relato se cansa rápido del modo “darse cera a uno mismo” y encuentra un objetivo más fácilmente vilipendiable: en este caso, una anónima obesa que se constituye de súbito en el eje cómico de su relato. El presentador y cantante arremete contra esta pobre señora sin asomo de piedad durante más de la mitad de su tiempo en el escenario, en una muestra de humor de gordas que encontraría las cosquillas del Eddie Murphy más gañán. La autohumillación, hechas las disculpas de rigor, ha mutado en la vejación pública del débil, en la exposición de sus desgracias a grito pelado para desperezar carcajadas, y todos tan contentos. El monólogo concluye y uno no puede desprenderse de una reveladora sensación: Arévalo 0 Bertín 1.
Pero no, todavía hay tiempo para mucho más. El tercer acto también esconde sus sorpresas de rigor. Bertín y Arévalo vuelven a salir juntos al escenario, sin más acompañamiento que el apoyo musical de su pianista. Es la parte con mayor contenido musical y también la que marcha más rodada, en la que los dos están más sueltos haciendo bromas privadas e intercambiando pullitas. En el dueto, Arévalo se crece y toma ventaja: está enorme, el tío, especialmente en su parodia de Jack Nicholson. Acaba por merendarse a su compañero que aguanta como puede sus réplicas y biliosas estocadas. Casi sin darnos cuenta, la obra se ha convertido en un revival de los espectáculos de los hermanos Calatrava: Bertín defiende, y muy bien, el rol de galán apuesto, pétreo y algo despistado, dejando el grueso de la metralla cómica a su compañero, que la dosifica a la perfección.
A la salida, al margen de anacronismos, modas, éticas e ideologías (distintas formas, acaso, de llamar a los sempiternos prejuicios), lo único que tenemos ganas es de toparnos de frente con estos dos señores para invitarlos a una sesión de dry martinis entre bambalinas. La magia del teatro, así la llaman.
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