Una de las primeras cosas que el lector sensible percibe cuando acomete la última novela de Michel Houellebecq, El mapa y el Territorio, es que Houellebecq está completamente hecho polvo. Y no es que su voz de narrador se haya vuelto aún más depresiva, ni que su prosa haya perdido la exquisita acidez de antaño: es sencillamente que su fotografía, en la solapa de la portada, nos muestra una piltrafa humana ojerosa envuelta en un parka, una especie de Benedicto XVI anoréxico o seropositivo, la imagen misma de la mala salud. Por tanto, el suicidio empieza, al fin y contra todo pronóstico, a dejar de ser la causa más probable de la muerte de Michel Houellebecq.
Ya en el texto, el protagonista de El Mapa y el Territorio se llama Jed Martin, y es un artista (principalmente fotógrafo y pintor) que alcanza notoriedad con una serie de fotografías que muestran fragmentos de mapas de carreteras Michelín, en una especie de reivindicación que sirve de título a la muestra (e indirectamente a la novela): “El mapa es más interesante que el territorio”. Esto evoca con precisión la actitud existencial de Michel Houellebecq, origen reconocible de todo lo que ha escrito: la descripción honesta, analítica y racional de la realidad le interesa mucho más que su vivencia, que el verdadero contacto con ella, que le resulta esencialmente doloroso y frustrante.
En una etapa posterior, Jed Martin tiene un éxito comercial arrollador, gracias a una serie de pinturas que muestran diversos oficios contemporáneos, retratos de seres humanos que encarnan diferentes posiciones en la cadena de producción (“el hombre occidental se define hoy por el lugar que ocupa en la cadena de producción”, llega a decir alguien en la novela). El tema de las obras de este artista es un hábil pretexto que pone a Houellebecq en situación de reflexionar y profundizar en el asunto del trabajo y la producción industrial en la vida humana, desde nuestro momento histórico concreto, y hay que decir que el resultado de esa reflexión es a ratos bastante interesante, y que incluye algunos vaticinios nada desdeñables.
Durante la primera y la segunda parte de El mapa y el territorio, se nos muestra el retrato humano y el devenir profesional de este personaje tan houellebecquiano, totalmente desapasionado, un poco aburrido y pretendidamente lúcido, su tibia y frustrada historia de amor con una rusa preciosa a la que conoce en su primera exposición y la pobre relación afectiva que mantiene con su padre. En el mundillo cultural al que tendrá acceso gracias a su inesperado triunfo como artista, Jed Martin conocerá a un personaje que confiere cierto interés y buenas dosis de humor a la novela: el exitoso escritor Michel Houellebecq, un hombre huraño, alcohólico y depresivo al que recurrirá para que escriba el catálogo de su gran exposición.
La tercera parte de la novela arranca con un asesinato brutal y repugnante que permite al narrador cambiar de género literario (pero nunca de registro, claro): nos hallamos entonces ante una especie de thriller policíaco en el que entran en acción nuevos personajes centrales, un comisario de policía y su departamento de investigación…y aquí si hay que reconocer que la novela no resiste bien el cambio de eje: Houellebecq se encuentra fuera de su elemento narrativo, su mirada se desenfoca un poco, se pierde profundidad y precisión y todo empieza a sonar forzado; los personajes se vuelven elementales y se convierten a ratos en estereotipos predecibles y hasta llega a escribir varias cosas que podrían calificarse de chorradas. Hacia el final, muy hacia el final, la novela recupera su tono habitual y alcanza el perdón por los pelos.
En El mapa y el territorio se da una omisión sorprendente en Houellebecq, y hasta sospechosa: no se describe un solo coito en toda la novela. Es incluso gracioso, tratándose de él, que al final de un capítulo se nos muestre a la pareja yendo de camino al apartamento por la noche, y a continuación empiece el siguiente capítulo con: “los primeros rayos de la mañana se filtraban entre las cortinas (…). Olga, a su lado, respiraba regularmente…”. Hay que reconocer que es una elipsis impropia de él. Y hay que reconocer también que todos estábamos un poco hartos del exceso superfluo de escenas sexuales en su obra: definitivamente la narración erótica no está entre sus muchos talentos, y si ésta aliviante omisión implica un reconocimiento de ello, es un acto de sabiduría. Más de un crítico ha interpretado esa omisión más prosaicamente, como un atajo editorial hacia el premio Goncourt.
En suma, puede concluirse casi sin dudas que Houellebecq sigue sin superar su hasta ahora obra maestra: Ampliación del campo de batalla (aunque hay que admitir que con Las particulas elementales mantuvo aún el nivel alto, y que cada cosa que ha publicado después ha contenido importantes aportaciones al “corpus” de su obra).
Michel Houellebecq parece ahora un poco “reconciliado” con la vida, parece haber encontrado cierta comodidad terrenal; de la lectura de su última novela se desprende con claridad la idea de que el dinero proporciona una valiosa posibilidad de sustraerse cómodamente a las partes más desagradables de la vida práctica, una manera de sufrir menos, en definitiva. Muchos críticos españoles (de hecho todos) coinciden en señalar que Houellebecq ya no demuestra en El mapa y el Territorio la fuerza corrosiva que caracterizó su trilogía inicial (Ampliación del Campo de Batalla, Las partículas Elementales, Plataforma), y de paso se explican así que se le haya concedido el Goncourt, como una especie de premio obtenido por la vía del aburguesamiento, de la domesticación del discurso; es un error de percepción lamentable. Cualquiera que conozca la obra completa de Houellebecq, cuya lectura ofrece una coherencia teórica e incluso anímica poco comparable en la actualidad, percibiría en seguida, al leer El mapa y el territorio, que la voz de Houellebecq, su actitud frente al mundo, ha madurado ganando discreción, y que el hecho de que Houellebecq haya dejado de señalar tan explícitamente las miserias y las carencias de nuestra civilización no responde en absoluto a una reconciliación, sino a un super-cinismo que le lleva a dar por sabidas y por asumidas esas circunstancias infernales, y a ensayar sobre esa base implícita, su discurso narrativo actual. Todo el sufrimiento y el horror que Houellebecq expresó en sus novelas anteriores, y sobre todo en su obra poética (Supervivencia, Renacimiento), subyacen en esta novela como un núcleo tumoral, silencioso y doliente, que emerge poco a la superficie del texto pero lo contamina con eficacia. En cualquier caso, resulta muy reconocible aún su insistencia casi pueril en señalar y sobredimensionar lo desagradable y lo nefasto de las cosas. Ello le convirtió en un escritor necesario y perversamente exquisito a finales de los noventa, pero es posible que incluso sus lectores más fieles estén ya un poco hartos de cosas como ésta:
“Sin duda por compasión, suponemos en los ancianos una gula especialmente intensa, porque queremos convencernos de que al menos les queda eso, mientras que en la mayoría de los casos los placeres gustativos se apagan irremediablemente, como todo lo demás. Subsisten los trastornos digestivos y el cáncer de próstata”.
Sin embargo, hay que reconocer que esa insistencia es parte de un discurso bien compacto que también ofrece valiosas dosis de esa lucidez provocadora que resulta casi adictiva para sus lectores:
“…de todas formas estamos en un punto en que el éxito en términos comerciales justifica y valida lo que sea, sustituye a todas las teorías, nadie es capaz de ver más allá, absolutamente nadie”.
Houellebecq, por cierto, ha ganado muchísimo dinero, sobre todo desde que Flammarion le fichó para la publicación de La Posibilidad de una Isla. Esta circunstancia ha tenido un efecto notable en su obra: en sus primeras novelas representaba personajes de clase media, asalariados que aún tenían que soportar las inmundicias del entorno urbano y pequeñoburgués: un informático que trabajaba para el Ministerio de Agricultura, un profesor de secundaria, un funcionario del Ministerio de Cultura…justo cuando empieza a ganar mucho dinero, sus personajes empiezan a ser ricos también: un humorista famoso a nivel nacional (precisamente en La Posibilidad de una Isla), y un artista multimillonario aquí, en El Mapa y el Territorio. Asistimos, pues, a la recreación de mundos diferentes entre una etapa y otra. Sin embargo, la frustración existencial, la absoluta obstinación en declarar el mundo contemporáneo como estéril en lo que a felicidad humana se refiere, sigue siendo el motor único de ese lamento prolongado que es su escritura. En ese sentido, la evolución del aspecto ambiental en la obra de Houellebecq presenta una graciosa analogía con la evolución que suelen presentar los raperos negros que alcanzan el éxito: en sus primeros discos hablan de la marginalidad, del trapicheo de drogas, de la policía, de la violencia callejera y de lo dura que es la vida en el barrio. Tres discos más tarde, arropados por algún equivalente discográfico a la editorial Flammarion, las letras de esos mismos raperos describen coches caros, paseos en yates con jacuzzi y finas prostitutas blancas, selectas marcas de champán y joyas de oro y diamantes. En El Mapa y el Territorio se mencionan y describen con delectación vinos de precios absurdos, coches de gama alta inalcanzables para el común de los consumidores, aparatos tecnológicos perfectos y, en definitiva, una comodidad material que el autor conoce en la actualidad y a la que rinde, con convicción, su particular homenaje… que no es sino el vehículo de un tristísimo y devastador mensaje de fondo: al menos existe este sucedáneo de la felicidad. Éste es sin duda el Houellebecq que nos gusta, sólo que menos explícito y más cínico todavía.
Los detractores de Houellebecq -que suelen ser, en su gran mayoría, necios integristas del optimismo, humanistas rígidos sin sentido del humor, escritores con ingresos escasos, o mujeres- no deben molestarse en darle una oportunidad con esta novela. Y sus admiradores – que son, casi exclusivamente, universitarios con tendencias depresivas, hombres lúcidos y cultos con serias dificultades de apareamiento, o neoliberales ignorantes que no le captan del todo pero admiran su incorrección política- no hallarán nada verdaderamente revelador ni potente en esta nueva entrega… pero tendrán al menos la ocasión de leerle una vez más antes de que tenga lugar la muerte inminente que se anuncia con toda claridad en su foto en la solapa de El Mapa y el Territorio, que no es una obra póstuma por los pelos.
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