Quien esto escribe es de la opinión de que tanto el corto Manualidades como los largometrajes Mamás es boba y Un buen día lo tiene cualquiera (tan lúcido el segundo como el primero), han pasado a formar parte de esa historia secreta del cine español que cobija las obras más inclasificables, descarnadas y únicas –tal vez, incluso, las más perdurables. Dicho esto, también creo conveniente añadir, en contraste, que la primera novela de su autor, Santiago Lorenzo, editada por Mondo Brutto, me pareció en su momento como un curioso, estimable, pero puramente anecdótico pie de página con respecto a la obra del cineasta. Los millones, de inmediato hype literario de limitado recorrido y novela de moda, obligatoria, en los círculos hipsters de las grandes ciudades, contaba la historia de un miembro del GRAPO al que le tocaba la lotería pero era incapaz de recoger la cantidad del premio ya que no tenía DNI. El punto de partida, de gracia indudable pero tal vez más efectivo contado en el metro que impreso en renglones, destapaba demasiado rápido las carencias del Lorenzo escritor: una debilidad por lo improbable y lo azaroso para trenzar historias y situaciones, y un forzado estilo mondobruttesco –para mal-, es decir, en el que queda demasiado patente la búsqueda del aroma de lo rancio y carpetovetónico que en los tramos más importantes de la historia llega a entorpecer antes que a crear atmósfera. Muy curioso resulta que, en cambio, la primera novela de Grace Morales, una de las articulistas clave de la revista, no presentara en absoluto estos problemas: quizá porque en ella la adecuación del estilo al estudio de sus personajes estuviera mejor resuelta, más mimada. O quizá porque lo que contaba, simplemente, me llegara más.
El arranque de Los huerfanitos hace temer lo peor, al menos a aquellos que fruncimos el ceño ante algunos elementos de Los millones. Y lo peor en este caso era lo que cualquiera hubiera podido imaginarse: que su autor reincidiera en los defectos de su primera novela, mucho más breve y modesta, a la hora de abordar una obra de mayor envergadura, y los amplificara hasta el punto de difuminar la gracia o el encanto que aquella, con todo, conservaba intermitentemente. El punto de partida está, pues, también aquí algo traído por los pelos, y eso es decir poco: tres hermanos, los Susmozas, reciben de su recién fallecido padre, figurón del cosmos teatral y al que ninguno había tenido excesiva simpatía en vida, la herencia de un teatro ruinoso y hasta las grietas de deudas: el Pigalle. El caso es que este particular trío maravilla, sin oficio ni beneficio conocido, se anima a levantar en pie un improbabilísimo montaje con un grupo de actores ex alcohólicos y diversos impresentables, mercachifles y tunantes que se encuentran por el camino, a fin de obtener el dinero necesario, premio o subvención mediante, que rellene el agujero del fenecido progenitor. De acuerdo. Las primeras páginas son farragosas, casi aburridas, principalmente por lo mucho que Lorenzo se empeña en hacernos comulgar con su rueda de molino (y el espacio que emplea, algo inútilmente, en justificarse), pero lo que viene luego merece suficientemente la pena. Incluso el maestro Billy Wilder sabía que si no tienes más remedio que introducir algo con visos de ser inverosímil en tu película más te vale hacerlo al principio y no más adelante. Y esto aquí se cumple a rajatabla, con precisión de zorro viejo: una vez aceptadas las reglas iniciales y asimilado un estilo que no es precisamente ágil pero que resulta mucho menos envarado que el de su novela anterior, la verdad es que la lectura de Los huerfanitos se hace cuesta abajo, como la empinadísima pendiente por la que rueda progresivamente la vida de los Susmozas.
Estamos ante una novela ácida y tan negra como la vida cuando le da por ponerse así, que conforme avanza va ganando en intensidad y matices, principalmente desde que consigue que nos interesemos, ni que sea por curiosidad malsana, por el destino de sus antipáticos protagonistas. Blackie Books puede anotarse un buen tanto por haberla rescatado, apostando por un autor que no ha nacido precisamente para ser icono de la modernidad y que, quizá precisamente por ello, ande condenado a ser irresistiblemente moderno. Lorenzo sabe muy bien de lo que habla (fue director de teatro y a veces incluso se nota demasiado) y se da muy buena maña en trazar el áspero carácter la mayoría de los secundarios, consigue digresiones poderosas (la representación de la obra infantil) y algún detalle/macguffin sobresaliente (los focos de rejilla). No es, desde luego, una obra redonda, pero sí posee un tono y un encanto especial que la hace única y valiosa, especialmente en un acto final soberbio y en los pasajes que describen la serie de dificultades por las que atraviesa la puesta en escena y el empleo de la precariedad como fuerza motora del ingenio. El mayor triunfo del autor está en el detalle, en poner la lupa a una realidad miserable que es compartida y tolerada con indolencia; por esta razón aciertan de lleno aquellos que dicen que ésta es una obra tan clásica como de implacable actualidad, amén de pertinentemente crítica. Sobrevuela el aroma no tanto de Berlanga (que también), sino del romanticismo apolillado y cruel de dos de las obras maestras de Marco Ferreri (El cochecito y El pisito), y además, como se ha dicho menos, la sombra del gigante Fernán- Gómez: tanto del de El mundo sigue y La vida por delante como el de El viaje a ninguna parte.
Con todo, uno es un poco cabezón y algo cortito de miras, y aún reconociendo los evidentes méritos de las novelas y sus cada vez más incontestables capacidades como narrador, vuelve a querer encontrarse en breve con el Lorenzo cineasta: aquel que paría obras tan extraterrestres y salvajes que caían sobre el público como besos o hostias en la nariz, y no necesitaban, por lo general, de referentes de qualité para ser disfrutadas con la emoción del espectador sobrecogido.
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