Las cabañas solitarias en bosques escalofriantes están de moda, no hay lugar a dudas. Cuando en 1981 Sam Raimi y sus amigos gestaron Posesión Infernal (The Evil Dead), instauraron un nuevo escenario siniestro en el imaginario del género, aunque probablemente nunca hubiesen imaginado que tres décadas después acabaría por convertirse en un lugar común, muy común. Tan común que había que reinventarlo, a veces con mucho éxito y acierto. Lars von Trier lo hizo a través del drama psicológico más retorcido en la maravillosa Anticristo (Antichrist, 2009). Eli Craig a través de la comedia de enredos en su entretenida Tucker & Dale versus Evil (2010). Y Drew Goddard a través de la parodia autoconsciente en la sorprendente The Cabin in the Woods (2012). Obviamente, en unos tiempos tan dados a la reproducción ad infinitum de fórmulas probadas, el obligado remake no podía faltar a la cita. Con Fede Álvarez tras la cámara, un director novel uruguayo cuya embellecida historia permite nuevamente fantasear con el sueño americano hecho realidad (vía youtube), y el director, el protagonista (Bruce Campbell) y el productor (Robert G. Tapert) de la cinta original avalando y controlando el proyecto, Evil Dead (2013) se alza como una película de terror hemoglobínico compacta y efectiva, tensa y sugerente.
Replicar un clásico de culto como The Evil Dead resulta una empresa difícil, casi peligrosa. Y ya no solo por el carácter sacralizado con el que se reverencia el original, sino por la imposibilidad de recrear las precarias condiciones en las que se gestó, fuente de su esencia más cautivadora: la grosera hilaridad de las acartonadas interpretaciones y extravagantes situaciones planteadas, que contribuirían a las orientaciones cómicas e híper-sangrientas por las que ha divagado posteriormente el cine de terror; y la encantadora eficacia artesanal de sus recursos narrativos y efectos especiales, cuyos ecos directos se perciben en producciones tan distantes como la fantástica Una historia china de fantasmas (Siu-Tung Ching, 1987), de la que se dice que Raimi tomó prestados ciertos esqueletos para la tercera entrega de la saga, El ejército de las tinieblas (Army of Darkness, 1992). Pero ante la incapacidad e insensatez de replicar este espíritu alocado característico de la trilogía, el remake se adentra acertadamente en los terrenos pantanosos y enrojecidos del gore contemporáneo, nutriéndose del material original para repetir y homenajear algunos de sus elementos más reconocibles y efectivos, pero a la vez pervirtiéndolo hacia la gravedad y el exceso. Vuelven los bosques neblinosos, las presencias inquietantes, la vegetación violadora, los cuerpos mutilados y las posesiones diabólicas. Pero todo dotado de una personalidad diferente, seria en su acercamiento, inflada en sus excesos, embellecida en sus imágenes.
A diferencia de la historia original, que entra en materia sin preámbulos ni contextos, Álvarez abre su película con un efectivo prólogo decidido a zarandear un poco al espectador antes de los títulos de crédito, estableciendo el tono y la atmósfera de la historia a desarrollar. Y así, habiendo saciado ligeramente la sed de niebla y sangre del espectador, se permite el lujo de dotar a sus cinco almas protagonistas de un cierto pasado ausente en la original, compactando la historia con una trama familiar sobre drogadicción y rehabilitación que en cierto modo acaba convirtiendo todo el relato de posesiones infernales en una metáfora sangrienta sobre lo difícil que es pasar el mono, sobre las torturas que se sufren, los dolores que se provocan, los excesos que cometen, y las dependencias que se superan. Pero más allá del divertido zumbido alegórico que inserta, el mandato contemporáneo de incluir una historia de fondo se solventa con economía y estilo, fortaleciendo el entramado narrativo sin caer en tediosas derivas sobre-explicativas ni tristes giros forzados del argumento, por desgracia demasiado habituales en el género. Las relaciones de los personajes se intentan hilvanar con mayor precisión, y sus motivaciones desarrollar con más credibilidad, desinflándose la fuerza cómica del material original. Pero aún queda algún resquicio para la risa en unos diálogos claramente en deuda con la retórica iconoclasta y sexualizada de El Exorcista.
En esta nueva versión no se trata de un terror desenfadado, sino espeluznante. Y bien es verdad que este Evil Dead de Álvarez asusta más que inquieta, desagrada más que perturba, pero el montaje efectista consigue en muchas ocasiones golpear al espectador, las figuras poseídas hostigarle, los viscerales enfrentamientos revolverle y los baños de sangre salpicarle. Se trata de un cine de terror muy explícito, gore en estado puro, aunque el acierto de la película probablemente se haya en haber rehusado recrearse en exceso -o únicamente- en lo repugnante y nauseabundo, y haber comprendido que no hay nada más escalofriante para el público que ver un objeto punzante penetrando lentamente la carne humana, que no hay nada que haga rechinar más los dientes que observar cómo un objeto afilando corta detalladamente un cuerpo humano. Buñuel ya lo demostró con un ojo en Un Perro Andaluz (1929), von Trier con un clítoris en su Anticristo, y Álvarez se recrea en ello por lo menos tres veces a lo largo de Evil Dead, sacando de la profundidad de la mejilla una jeringuilla, sesgando una lengua con un cutter, rebanando ligeramente una pierna con un machete. Son escenas como éstas las que hacen que el espectador se olvide por un momento del Grand Guignol de sangre y vísceras que explota ante sus ojos, se clave a la butaca, constriña su rostro y emita un sordo quejido entre dientes. Todo lo demás es caos y destrucción.
Desde luego Evil Dead no es una obra de terror perfecta. Bien podría haber indagado en lo siniestro además de jugar al exceso, haber producido más miedo y mayores sobresaltos, haber construido unos personajes y conflictos más fascinantes, e incluso un discurso con mayores resonancias e implicaciones. Pero consigue atrapar e interesar al espectador a lo largo de su bien medido metraje, entretenerle y provocarle. Y para cuando el torbellino hemoglobínico empieza a cansarle, Álvarez aún guarda un admirable as en la manga. Mutilaciones y charcos in crescendo van sumergiendo paulatinamente la pantalla en un rojo penetrante, desembocando en los últimos minutos del metraje en una lluvia de sangre que acaba difuminando y ahogando la propia historia contada, convirtiendo la pantalla en un sangriento tapiz a lo Jackson Pollock de pura y anárquica plasticidad. La forma conquista al contenido, lo visual a lo narrativo, y del terror nos lanzamos al arte pictórico. Y así, en su clímax, el director nos recuerda, por unos instantes, que también existe belleza en el gore.
¡bravo Victor!