En una de las escenas más recordadas de Los bajos fondos (Les bas fonds. Jean Renoir, 1936) un ladrón y un aristócrata iniciaban una extraña amistad la noche en la que el primero se colaba a robar en casa del segundo. Con más de setenta años de distancia, Álvaro Sáenz de Heredia emplea un punto de partida similar en esta deconstrucción-homenaje de la esencia del vodevil más bufo y arrevistado que es Cambalache, su esperado regreso tras una de las filmografías más insólitas, personales y sugerentes del cine español de entretenimiento de las últimas décadas. Su ladrón no es ya un carismático Robin Hood, sino un pobre diablo que ha aprendido a la fuerza la dinámica de la supervivencia. Y su contrapunto, tampoco es un dechado de perspicacia y artería, sino una mujercita con debilidad por empinar el codo casada con un pez gordo de la política metido en turbios asuntos de corrupción. Al director y guionista no le interesa ya inspeccionar los claroscuros de la lucha de clases, sino subrayar que en los tiempos de crisis todo se mezcla y confunde, todos tenemos una trastienda más grande que nuestra fachada, y la honestidad sólo es un leve recuerdo que de vez en sólo cobra cierto sentido cuando es usado como arma arrojadiza en la mecánica del enfrentamiento con el otro. Ni tan siquiera el amor funciona como un catalizador para la redención cuando el fango nos llega hasta las orejas.
El director de Chechu y familia y Michel Houellebecq están de acuerdo en una cosa: el hombre es un ser despreciable por naturaleza y la búsqueda desesperada de recursos para subsistir no hace más que exacerbar su avaricia, su egoísmo y su falta de escrúpulos. Sólo que ambos tienen formas diferentes, quizá no tan antagónicas como pudiera parecer a simple vista, para demostrar su tesis. No teman: por supuesto que Cambalache es el vodevil histérico, deslenguado y divertido que su público espera, porque su responsable al menos en eso cumple sobradamente, demostrando ser mucho más honesto y consecuente que sus creaciones. Tras un comienzo titubeante, la obra alcanza la complicidad del público principalmente porque juega con evidente habilidad con cartas marcadas. Equívocos de armarios, camas y lencería, coitus interruptus, borracheras de mentirijillas y secretos de alcoba van rodando a esta “comedia políticamente corrupta” , como anuncia su cartel, que recupera el tono incisivo de la trilogía de Mariano Ozores –Disparate nacional, Jet Marbella Set y Pelotazo nacional- con similar desesperanza aunque si bien es cierto con unas estocadas menos vitriólicas. Este juego de identidades con trasfondo de peces gordos y organizaciones secretas no es nuevo en la obra de Sáenz de Heredia, sino que constituye un recurso bastante habitual de sus películas, como prueban la clásica La Hoz y el Martínez y la más reciente Esta noche no. Los espectadores con más memoria también podrá citar otros ejemplos de picaresca en tiempos de crisis, en comedias menores, menos inspiradas y redondas, pero relativamente simpáticas, como Aquí el que no corre vuela de Tito Fernández o Tocando fondo de José Luis Cuerda.
Presentados los tres personajes principales la obra se crece principalmente gracias a la soltura de sus intérpretes, el juego que dan algunos personajes secundarios y la fragmentación del punto de vista gracias a la ocurrente introducción en la trama de un circuito de videoespionaje con un vigilante siempre alerta. En el vodevil es más importante lo que se esconde que lo que se muestra, y lo que ve cada personaje tiene importancia únicamente en relación a lo que sabe o lo que desconoce el público. Es gracioso comprobar, y esta obra es un buen ejemplo de ello, hasta qué punto pueden influir los programas de telerrealidad, que tanto comparten en la práctica con la esencia del género, en sus mecanismos más canónicos. Cambalache multiplica las posibilidades de las perspectivas con un pie en el presente (la avaricia de la mirada del espectador multimedia, la obsesión por la seguridad post 11M y 11S) y otro en el pasado (esposas infieles, maridos cornudos) multiplicando con similar perspicacia las carcajadas. Quizá sus momentos más eficaces, como el tramo que tiene al consabido armario como protagonista, surjan precisamente de esa confrontación, no siempre violenta, entre lo viejo y lo bueno. A pesar de ello, la mirada de Sáenz de Heredia es más universal que nostálgica y nos habla de que las dificultades de relación y comunicación, y las relaciones de dominación y sumisión, siguen básicamente iguales con el paso del tiempo, ya que tal vez se trate de unos territorios donde la evolución parezca imposible. En su parte final, Cambalache se oscurece todavía más, y los agrios fantasmas de la historia se hacen más evidentes: los giros del último acto y su desenlace no hacen sino subrayar la escasa fe que su autor tiene en el individuo.
Ferrán Botifoll está magnífico proporcionando unos necesarios matices de humanidad al protagonista. Urrialde sigue manejando el timing humorístico como nadie y dota a su político corrupto de un halo de ternura patética que en ningún momento parece incompatible con su ambición y crudeza resolutiva. Pero la obra se la lleva de calle Emma Ozores. La actriz pasa de la comedia al drama, de la fragilidad a la crueldad, de lo tosco a lo delicado, con una sencillez francamente apabullante. Ya va a siendo hora de que se reconozcan sus méritos y sus sobresalientes habilidades como comediante, pues ha logrado un control sobre ellas que no desmerece en absoluto a otros miembros de su familia. Cambalache, sin llegar a traicionar en ningún momento las raíces de su género, rebosa tanto desencanto y acidez como talento y libertad.
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