Como habrán podido comprobar tras afrontar el suplicio de leer mi anterior post, y salvo por la honrosa excepción que constituye la obra de los hermanos Duplass, andábame algo decepcionado a mitad de recorrido: llevaba 2 semanas metiéndome entre pecho y espalda la filmografía de los directores supuestamente más representativos, y mis expectativas iniciales habían quedado en agua de borrajas. Lo peor es que todo presagiaba que del resto no podía esperar tampoco mucho más. ¿Era acaso toda la parafernalia mumblecorer nada más que puro buzz overhypeado? A cada nueva película que videaba, mis reservas al respecto parecían verse confirmadas… pero, afortunadamente, me equivocaba. Y es que, como en muchas otras dimensiones de la vida y del arte, en la variedad es donde termina residiendo el gusto. Así pues, tras adentrarme tentativamente en las películas producidas durante 2007 y 2008 por directores de menor renombre que los cuatro mosqueteros previamente radiografiados, al final opté por ampliar horizontes y abarcar algo más de lo que inicialmente tenía planeado. Ponerme completista, vamos. Sí, dedicaría una segunda entrega a estos unsung heroes que, contra todo pronóstico, habían terminado por cambiar mi percepción sobre el movimiento.
Resulta ciertamente intrincado indagar sobre una realidad en perpetuo cambio y cuya documentación todavía escasea. Al menos, si queremos mantenernos en el sendero de la objetividad. Y en ese caso… ¿cómo proceder a analizar un movimiento tan contradictorio, del que incluso algunos de sus integrantes reniegan por considerarlo reduccionista, despectivo y caduco? Es de agradecer que algunos otros antes que yo, eso sí, ya lo hubiesen intentado. Por ejemplo, es fácil encontrar, tirando de Google y sin dejarse mucho los cuernos, los dos gráficos que figuran a continuación. Ambos son obra de Aaron Hillis y sirven para ilustrar fantabulosamente el lapso de tiempo que transcurre entre los albores del mumblecore (2005), su eclosión definitiva (2007) y sus frutos ya maduros (2009).
Sin embargo, con ellas ya estaríamos abarcando todavía más que lo que suponen mis humildes pretensiones puesto que, en vez de ceñirse exclusivamente al mumblecore, se centra en todos los participantes del SXSW (sin importar si comparten o no estéticas y/o temáticas) y hasta incluye documentales. Otra opción podría haber sido elaborar una lista con todas las referencias que incluye este artículo de The New York Times o este otro del New Yorker. Finalmente, triste pero cierto, opté por el siempre efectivo “vamos a ver qué viene sobre este tema en la Wikipedia”. Tal vez, cuando lean este texto, el contenido haya cambiado. Tal vez haya menos o, seguramente, más. Tal vez incluso servidor haya contribuido editando su contenido. Mientras tanto, mientras necesite algo de tiempo para desintoxicarme en el Betty Ford Center después de la panzada de mumblecore que ya me he zumbado, otros celebrados participantes del SXSW como Frownland, Goliath o las películas de Ry Russo-Young tendrán que esperar.
Y ahora sí, sin más dilación, vamos a dejarnos de proemios estériles y a entrar en faena. Y si no les gustó la decisión ―fruto del puro arbitrio― de tener como referencia a la Wikipedia, se van a tomar dos tazas… porque encima he decidido estructurarla por orden cronológico.
2007
Quieran o no que empecemos ligeritos con este análisis, lo cierto es que no nos queda otra. Ya desde el principio no tuve previsto que este primer acercamiento fuese exhaustivo ni con vocación enciclopédica… pero si encima no dispongo de medios para acceder a ciertas películas, apaga y vámonos. Es el caso de dos de las tres cintas correspondientes a 2007 que tenía pensado visionar. Pero, velay, mi gozo en un pozo: una de ellas () tiene 33 ratings en IMDb y la otra () tan sólo 18. ¡Ni siquiera aparece un póster en su ficha! Lo cual se traduce, como ya habrán podido colegir, a que ambas son prácticamente inencontrables. Es indiscutible que vivir en USA en comparación con hacerlo en Europa siempre ha acarreado ciertos gifts con sus correspondientes curses, pero en lo referente al acceso a contenidos audiovisuales hay más de lo segundo que de lo primero.
La tercera en discordia, que “afortunadamente” he tenido la oportunidad de ver, es . Y, a poco que sean ustedes doctos en meteorología dialéctica, de las anteriores comillas ya habrán podido inferir que se aproxima un torbellino de hostias por la cordillera Cantábrica. Si bien su exiguo presupuesto de $1,500 hizo que en un principio la afrontase con buena predisposición, pronto no tuve más remedio que cambiar de parecer. Algunos se apresurarían a desenterrar su hacha de guerra al comprobar que esta obra rodada en Chicago y de 60 minutos de duración canta a amateur desde el primer frame… pero el que aquí suscribe, consciente de las dificultades que en 2007 suponía rodar con algo que no terminase destilando un aire de cámara vacacional, para esas cosas tiene bastante manga ancha. El problema surge cuando te das cuenta de que el tipo que la guioniza, dirige y protagoniza (Kentucker Audley) es, sorprendentemente, el peor de todos. Y la consternación no termina ahí. Todavía sobrará minutaje para poder mostrarnos al prota cantando, hacer apología del pagafantismo más bochornoso a este lado del Mississippi, trufarlo todo con conversaciones insustanciales… e incluso ―¡el horror! ¡el horror tiene cara!― colarnos por la escuadra una escena en un restaurante con el grupo de pop rock mexicano Maná sonando de fondo. Todo ello para terminar con el same old same old que empieza a ser costumbre: crisis veinteañeras, ni-ni lifestyle, curro mierder, “movidacas” con la churri, etc. Sólo comprendería que quisieran darle una oportunidad haciéndolo desde la misma perspectiva que servidora: el completismo.
2008
Comienzo nuevamente haciendo acto de contrición por el mismo motivo que hace un par de párrafos: me ha resultado virtualmente ―y nunca mejor dicho― imposible hacerme con una copia de (FYI, en el momento de escribir esto, tiene tan sólo 53 ratings en IMDb). Menos mal que esta vez sí que tengo motivos para defender la producción mumblecorer de 2008…
No tiene ningún sentido seguir retrasando los parabienes que llevo teniendo reservados, tiempo ha, para la undisputable joya de la corona del movimiento: de Alex Holdridge. No es coincidencia que fuese la única que haya visto antes de la jam-session veraniega… como tampoco lo es, pese a haber contado con un más que limitado presupuesto de $25,000, la colección de reseñas positivas que acumula en sitios como Rotten Tomatoes, Metacritic, IMDb o el denostado por muchos FilmAffinity. Me ha hecho especial ilusión el darme cuenta, revisándola este verano, de que además está protagonizada por Scoot McNairy, el mismo actor de otro de mis recientes hallazgos low-budget: la muy encomiable (2010), sorprendentemente producida por tan sólo $500,000. Volviendo a In Search of a Midnight Kiss, huelga destacar tanto lo conscientes a nivel presupuestario que fueron sus creadores desde la misma génesis del proyecto ―no es casual que optasen por el blanco y negro para maquillar el acabado digital de la Sony Z1 HDV con la que fue rodada― como un guión manifiestamente más pulido que el de película mumblecore media ―algo que tan sólo he visto que se repita en otra película que comentaré después: Humpday―. Podría seguir enumerando aspectos por los que recomiendo encarecidamente que le den un tiento a esta película pero, para evitar extenderme mucho ―todavía queda mucha tela que cortar― concluiré remitiéndoles a un detalle que comenté en la primera entrega de este monográfico, a tenor de las analogías que algunos se habían obstinado en encontrar entre Quiet City y Before Sunrise. Y es que, si hay una película que no le anda a la zaga a ese monumento que parió Linklater en 1994, ésta no es Quiet City sino In Search of a Midnight Kiss. Comenzaba el alegato con esa estructura que tanto me gusta, “no es coincidencia”. Pues bien, voy a terminarlo de la misma manera: no es coincidencia que, ahora que veo el póster de la película en alta resolución, éste se encuentre encabezado por un sucinto from the producer of (2004).
Hacer cine siempre es más fácil cuando la ciudad en la que se desarrolla la trama constituye, de por sí, un valor de producción. Es el caso de , que cuenta con una inmejorable localización: San Francisco. Obviamente, este detalle no es definitivo ni transcendental, como veremos dentro de unos párrafos al analizar Sorry, Thanks. Lo que sí que marca la diferencia, ya desde su primera escena, es el personaje interpretado por Adam Goldstein, que también dirige y guioniza junto con Eric Kutner. Basta sólo con media docena de planos para retratarle: escuchimizado, lenguaraz, portador de un bigote irónico à la y digno discípulo del personaje que encarna el propio Neil Strauss en su precursora novela The Game. Como en todo pick-up artist que se precie, la falta de escrúpulos es su rasgo más idiosincrásico… por lo que no tendrá problemas a la hora de inmiscuirse una terapia de grupo semanal, destinada a gente con complejos derivados de su apariencia física, para así llegar a ligarse a una chica bulímica. Un planteaminento aparentemente “inocente”, pero que termina deviniendo en una mordaz crítica contra esta costumbre tan inveterada en USA: al fin y al cabo, muchos de los asistentes a este tipo de grupos usan al resto para así sentirse mejor consigo mismos. Todo ello aderezado con un sinfín de gags que abarcan desde lo pueril hasta lo escatológico aunque, eso sí, unos funcionan mejor que otros ―mención especial merece, al menos por mi parte, el inolvidable momento en que nuestro protagonista manipula una puppet vulva―. No se pierdan tampoco la secuencia que transcurre durante sus créditos finales y que funciona, a modo de coda, como un complemento perfecto a las escenas iniciales de la película.
Le llega el turno a otro afortunado hallazgo: , de los hermanos Safdie. Unos hermanos que, por cierto, fueron la tercera agrupación fraternal en saltar a la palestra mumblecore. Antes llegarían los ya mencionados Duplass y otros cuya celebridad se encuentra más ligada al ámbito de los cortometrajes: los Zellner. Rodada en 16mm, sin trípodes ni presupuestos de más de 3 ceros, y con unas reminiscencias estéticas que nos recuerdan a los primeros trabajos de Abel Ferrara. Su protagonista es Eleonore Hendricks, una actriz con un magnetismo tan especial como el de la protagonista de Dance Party, USA y un físico tan particular que, para que se hagan una idea, tendría que describirlo como un cruce entre Hillary Swank y Juliette Lewis. Encarna el papel de Leni, una Marnie la ladrona que paradójicamente viste de rojo, en una película sin un guión completamente definido pero que no le cuesta mantener en todo momento la suspensión de la incredulidad. Además, cuenta con una soberbia escena que traerá gratos recuerdos a todos aquellos que hayan pasado por una autoescuela… y hasta tuvieron el detalle de incluir a una mosca en los títulos de crédito.
Y bueno, para no perder la costumbre, termino cerrando 2008 con otra ración de hostias recién sacadas del horno. Les juro que me duele horrores referirme con tal acritud al trabajo de alguien a quien considero un semejante, un filmmaking peer, al menos en lo que a la pasión por el cine de ínfimo presupuesto se refiere. Pero lo cierto es que no me queda más remedio que arremeter ―siempre desde la subjetividad― contra una obra que, al igual que en el caso de Team Picture, presenta flagrantes carencias tanto a nivel técnico como ―peor todavía― de contenido. es la ópera prima de Mary Bronstein y cuenta con la muy disfrutable presencia de nuestra ya habitual Greta Gerwig. Como en el caso de las películas de Swanberg, da la impresión de que la improvisación vuelve a estar por encima de todo. Créanme si les digo que no tengo problemas con esta práctica pero, cuando se convierte en protagonista indiscutible, hace que el resto luzca peor por mucho empeño y buena voluntad que se le ponga. Empieza como una road movie que no lo es, continua como si de un corto de facultad de Comunicación Audiovisual se tratase… y el despropósito termina aprovechando que alguien del equipo debía de tener mano con algunos feriantes para poder rodar unas imágenes dentro de su caseta. Y cuando a un inexistente guión se le suman un mal sonido, encuadres improvisados y poco mimo en el montaje, nuevamente, no me queda otra que volver a recurrir a la etiqueta de “sólo para completistas”.
2009
Espero que todavía no se hayan olvidado de los hermanos que mencioné hace un par de párrafos, porque su siguiente película, a.k.a. Go Get Some Rosemary, es igualmente destacable. A nivel técnico, estético y dramático, no abandonan ni esos planos tan shaky, tan de cinéma vérité, rodados en 16mm ni tampoco su apego por una trama no demasiado definida. Para rematar la jugada, cuenta con un cameo del mismísimo Ferrara en una de sus secuencias iniciales. Pero es su protagonista, Ronald Bronstein ―casado, por cierto, con la directora de Yeast―, quien verdaderamente steals the show. Como ya ocurriera con The Pleasure of Being Robbed, el devenir de la película reposa sobre los hombros de su actor principal. Pero, a diferencia de ésta, en Daddy Longlegs se trasciende de la mera historia con tintes autobiográficos para hacer una oportuna reflexión sobre las responsabilidades y tribulaciones que conlleva la paternidad. A poco que rasquemos en la superficie, llegaremos a ella paradójicamente a través del irreflexivo personaje que interpreta el bueno de Ronald Bronstein en un admirable tour de force actoral. Eso sí, no esperen encontrarse con un filme moralista de esos que buscan cascarnos un mensaje a poco que nos descuidemos… sino más bien con una historia repleta de ambigüedades y ciertamente alejada del melodrama.
Desavenencias con Swanberg aparte, lo cierto es que es una propuesta bastante correcta tanto de forma como de fondo. Su directora es Lynn Shelton, la eximia ganadora en 2010 del John Cassavetes Award otorgado cada año, durante la gala de los Independent Spirit Awards, a mi “género” de películas favorito: aquellas rodadas por menos de $500,000. Premio por el que profeso bastante cariño, no ya por su propio nombre… sino por sus receptores más recientes: el año anterior a Humpday se lo concedieron a In Search of a Midnight Kiss, y el año posterior a Daddy Longlegs. Toda esta castaña no se la suelto tanto por erudición ―algo que ya ha quedado bastante obsoleto en esta era de la Wikipedia― como para dar paso al dúo protagonista de la película. Y es que, ¿se imaginan quién pudo ganar el primer John Cassavetes otorgado en el año 2000? Seguramente lo habrán adivinado: The Blair Witch Project… en la que participó un Joshua Leonard 10 años más joven que el que comparte dúo protagonista en Humpday junto a Mark Duplass. De la película en sí, poco puedo decir para no spoileársela. Todo empieza cuando el prota, influenciado por una comuna neo-hippie que nada tiene que envidiar a la comisión de espiritualidad de #acampadasol, decide extirpar de raíz la suburban inertia que empochece su vida y rodar un vídeo casero gay con su amigo de toda la vida. Si gustan de ver películas con momentos awkward y diálogos mejor hilvanados que el nivel al que nos tiene acostumbrados el mumblecore, denle una oportunidad. Y si no confían en mí, al menos háganlo en Pablo Maqueda, que fue quien me la recomendó.
Como ya empezarán a intuir, no hay año de mumblecore sin ensalada de hostias pendiente de ser servida. Mal que me pese, en 2009 no reunió méritos suficientes para que hiciese una excepción. Lo cierto es que su comienzo emplazado en el pintoresco Mission District de San Francisco y un reparto encabezado por Wiley Wiggins ―protagonista de una de mis películas favoritas: (2001)― prometían bastante, pero su título terminó resultando una triste premonición de lo que me esperaba. Revisando la carrera de su directora, ahora comprendo todo un poco mejor. Se trata la productora habitual de mi querido Bujalski… y, ya se sabe, todo se pega menos la hermosura: es posible advertir ciertas miasmas bujalskieras casi desde el comienzo. Me gustaría romper una lanza en favor de una película rodada con la Panasonic HVX-200 y una 7-people-crew, pero es que es todo tan condenadamente insulso… Sigue una estructura que podría recordarnos a (1991), con conversaciones esporádicas entre distintos personajes pero, a diferencia de la de Linklater, todas ellas son carentes de interés. Y lo peor es que encima sufre del mal endémico de tantas y tantas producciones mumblecore: unos personajes anodinos que no saben qué hacer con sus existencias, fiel reflejo en la vida real de unos autores que tampoco parecen tener claro qué hacer con sus películas. Al final, claro, al espectador no le queda más remedio que don’t givear a flying fuck through a rolling doughnut…
Menos mal que, sin abandonar todavía San Francisco, nos queda la oportunidad de quitarnos el regusto de la anterior película con un traguito de . Obra de Barry Jenkins, the great black mumblecorer hope, y protagonizada casi exclusivamente por una inolvidable pareja de well-manered african americans que responden a los nombres de Micah y Jo’. Todo muy FUBU, muy For Us By Us. Dignos de destacar son su fotografía y etalonaje, optando por un resultado desaturadísimo pero selectivo que sutilmente otorga más relevancia al rojo que al resto de colores. Nuevamente nos encontramos ante una realización que, como en el caso de In Search of a Midnight Kiss, es muy consecuente con las limitaciones en su presupuesto ―en este caso, $50,000―. Incluso sus tramas son bastante parecidas: una pareja se conoce, deambula, interactúa… y se termina estableciendo un nexo especial y duradero entre ambos. Esta vez, en vez de suceder en una fecha tan señalada como New Year’s Eve, está ambientada en any given Sunday. La serie de estampas que se suceden alternan entre lo cotidiano y lo inusual. Negroes que montan en bici. Negroes que visitan museos. Negroes que beben ora agua, ora té, ora vino. Negroes que se duchan. Negroes que se interesan por cuestiones sociales como la gentrificación. Negroes asiduos a los fotomatones. Negroes que bailan ―joder, lo que daría yo por saber bailar, mecagüenmiputavida―. Negroes que en vez de follar, se acarician. Negroes que practican “el dulse amor”. Y la repetición del vocablo negroes no es una obsesión, señora: es que es el tema subyacente durante todo el metraje. En definitiva, una delicia de película.
2010
Tenía bastantes ganas de haber podido ver pero, como viene siendo costumbre, problemas de fuerza mayor ―ya know what I’m sayin’?― me lo han impedido. Todo lo que les puedo comentar al respecto es que he encontrado reseñas bastante favorables sobre ella. El caso de ya es otro cantar. Si bien tanto ésta como Cyrus juegan en otra liga a nivel presupuestario, lo cierto es que decidí comentar la de los Duplass tanto por completitud monográfica como por afinidad. En esta ocasión, me niego a hacerlo. A nivel de presupuesto, reparto y aspiraciones, ya no podemos considerar a Greenberg como perteneciente al movimiento mumblecore. No sé exactamente dónde adscribirla, pero aquí desde luego no. Lo más mumblecorer que hay en toda la película supone poder contemplar, por enésima vez, a Greta Gerwig enseñando las tetas. Y eso ya lo hemos visto en Hannah Takes the Stairs, Baghead o Nights and Weekends. Además, en este artículo cortesía de A. O. Scott se profundiza sobre este tema y otros afines más y mejor que lo que pudiera haber escrito yo en diez reencarnaciones.
A modo de epílogo con el que concluir la sarta de referencias, pedanterías y mamarrachadas que me he cascado en este par de entregas, me gustaría reflexionar brevemente ―puedo prometer y prometo no rebasar los tres párrafos― sobre algunos asuntos que he ido planteándome conforme me adentraba en este incierto movimiento. El primero de ellos es enfatizar abiertamente lo estimulante que supone, al menos para un aspiring filmmaker como el que viste y calza, poder comprobar que todavía hay gente dispuesta a hacer cine al margen de las anquilosadas prácticas a las que la industria nos tiene acostumbrados. Y con ello no señalo con el dedo acusador exclusivamente a Hollywood, sino también a una industria europea excesivamente autoindulgente y pagada de sí misma. Ya en su día hubo atisbos de lo que parecían ser aires de cambio de la mano de aquel prometedor a la par que vanguardista movimiento de cineastas daneses conocido como Dogma 95. Sin embargo, todo terminó revelándose como una corriente donde primaba más la pose que la intención, la pretenciosidad sobre el valor intrínseco de la obra, la mercadotecnia sobre la vocación verdadera ―y eso por no hablar de las tollinas con las que les obsequió el egregio, amén de inimitable, Armond White―. La década posterior nos deparó un panorama no mucho más halagüeño, donde las producciones que se nos vendían cada año con la sempiterna etiqueta de “cine independiente” en realidad superaban con creces los presupuestos de una producción media española. En ese sentido resulta un alivio toparse con el mumblecore y, y por extensión, con la galaxia de creadores surgidos de festivales como SXSW o comunidades como YouTube. Lugares donde vuelve a reivindicarse, con la pasión por bandera, un cine de ínfimo presupuesto pero de ideas a menudo portentosas. Si bien es cierto que jamás nos libraremos de esa lacra que supone el espectador ocasional con aspiraciones de sibarita y prejuicios a cascoporro ―sí, ése que se apresurará a tachar de “insufrible”, “bodrio” y demás perlas de similar raigambre boyeresca todo aquello que no tenga un empaque hollywoodiense―, queda por lo menos el consuelo de saber que su sistema de coordenadas siempre será relativo. En caso de que ustedes también padezcan de tales limitaciones y, después de ver algunas de las películas que he recomendado, tengan los redaños de vituperarlas con el requetemanido “es lo puto peor que he visto en mi vida”… les invito a entrar en las verdaderas fosas sépticas del denominado séptimo arte. A degustar un buen zumo de ponzoña recién exprimido del árbol. A experimentar en sus retinas el cero absoluto Kelvin del horror videando bostas que jamás llegaron a las grandes pantallas. A paladear aberraciones fílmicas del calibre de Appointment with Fear, Da Hip Hop Witch o Daniel der Zauberer.
Ruégoles me disculpen el desahogo extemporáneo final contra la estulticia filmaffinitiera. A estas alturas, confío en que el vínculo emocional establecido con los pocos osados que sigan dejándose los ojos en la pantalla ―y la paciencia con esta perorata de extensión más bien propia del Mondo Brutto― me permita estos accesos puntuales de logorrea injustificada. Prosigamos, que no es gerundio. Otro detalle sobre el que quería incidir es un hecho que, en la coyuntura actual, puede pasar desapercibido por culpa de la plétora de vídeos uploadeados por esos modernitos hipsters y artistas de baratillo que pueblan Vimeo, exprimiendo hasta límites insospechados las capacidades de sus DSLRs y tirando de top-notch color grading software como Magic Bullet Looks, DaVinci Resolve o Apple Color. Y es que corremos el riesgo de olvidar que, pese a que nuestros sufridos mumblecorers llevan desarrollando su actividad desde hace relativamente poco tiempo, la mayor parte de sus trabajos son anteriores al reciente boom digital que ha terminado por jubilar la producción de equipos analógicos de los otrora reyes del mambo: Panavision, Arri y Aaton. En ese sentido, los integrantes del movimiento mumblecore constituyen una generación intermedia que no tuvo más remedio que afrontar la ordalía que supone hacer tu ópera prima recurriendo a cámaras prosumer con manifiestas limitaciones en lo relativo a sensores y objetivos… con todo lo que ello implica: ruido digital, imágenes sobreexpuestas, elevada profundidad de campo, etalonaje amateur, etc. Me imagino, y con esto ya entramos de lleno en el campo de las suposiciones, que esta cornucopia de tecnologías y posibilidades supondrá, con el tiempo, una polarización cada vez más acusada entre el cine más patentemente comercial ―pudiendo Avatar (2009) ejercer de aventajado adalid, al contar con un presupuesto que rondó los 240 millones de dólares, pero dejando en caja más de 10 veces dicha cantidad― frente a otro cine, cada vez más “independiente” ―y con cada vez menos pretensiones económicas, al no verse impelido cubrir los turgentes costes de producción de antaño―. Welcome to the digital miracle. Querido “estudiante” aspirante a directeur de cinéma: ¿se acuerda de los milloncejos que tenía pensado fundirse en un corto de fin de carrera con el que petarlo en festivales y así dar el ansiado salto al largometraje? Pues bien, ahora puede coger ese pastizábal y despilfarrarlo directamente en hacer la película con la que siempre soñó… otra cosa es que usted, claro, realmente tenga algo que contar. Pero en vez de seguir desgranando consideraciones baldías, citando inspiraciones vitales o articulando palabros como “democratización” o “autonomía”, prefiero remitirles a esta del siempre elocuente Nacho Vigalondo durante el pasado festival de Sitges. Y destaco esto último porque habría que verle a usted, mi muy estimado lector, atinando con la precisión de un sharpshooter pese al resacón ―no ahorraremos barruntar sobre si es de naturaleza etílica o festivalera― que, por momentos, parece llevar a cuestas.
Es de significativa relevancia el error común que nos señala el Vigas en torno al minuto 4:50. Error que él mismo se ha cuidado muy mucho de no cometer durante su trayectoria… y con el que tampoco han parecido tropezar nuestros amigüitos los mumblecorers. A ninguna de las veintitantas películas que he reseñado podrán ustedes achacarle la suma ineptitud de partir de un guión que no contempla la dimensión última de la película. Ésta, bien sûr, no es la característica definitiva ni definitoria de todo el movimiento… pero antes permítanme hacer un breve inciso para ahondar precisamente en esto: el concepto de “movimiento”. Mal que le pese a Swanberg, por mucho que Bujalski nos recalque todo lo que se arrepiente de haber pronunciado aquella infausta etiqueta para referirse a algo que ya no existe ―y puede que nunca lo hiciese―, lo que ninguno de los dos podrá refutar es el boost de fama y repercusión que comportó la expresioncica de marras. De no haberse alineado todas aquellas películas tan dispares alrededor de una identidad común y una voz propia, lo más seguro es que la inmensa mayoría hubiese caído en el olvido más temprano que tarde. Desde tiempos del Ziritione, un concepto tan vacuo no había obtenido tanta resonancia. Por no mencionar el hecho de que pajerines al otro lado del charco como yo jamás hubiésemos dilapidado un minuto de nuestras miserables vidas en concederles ni media oportunidad. Es una buena lección que podemos aprender, pero no la única. Porque antes de concluir esta monserga, quiero destacar un último aspecto que tanto les ha convenido a muchos de ellos como envidia malsana me ha dado a mí: la dinámica colaborativa que han establecido a raíz de conocerse en el SXSW. Al margen de las inherentes facilidades que esto supone a la hora de producir, lo cierto es que todos aquellos vínculos que con tanto esmero aparecen representados en el primer gráfico que les he plantado contribuyen a potenciar a todo el colectivo. O el proverbial todo “mayor que la suma de las partes”. Cuando varias personas con distintas ideas pero una misma pasión colaboran guionizando, produciendo o actuando en trabajos ajenos, todo son ventajas: el tiempo se economiza, las partidas presupuestarias menguan, el ánimo se fortalece, la publicidad se incrementa de forma exponencial, etc. y puede que nada de esto garantice el éxito, pero sí una película más ajustada a lo que tenían en mente, sin que la visión artística primigenia del autor se encuentre comprometida por los agentes externos que todos conocemos. Por las noches, in the wee hours of the morning, en los remansos de paz interna que me conceden mis circunstancias orteguianas y el recuerdo indeleble de una ex que nunca volverá, últimamente le doy muchas vueltas a una idea: fantaseo con la posibilidad de disponer de un “algo” parecido al SXSW… pero en España.
Es verdad.
Baghead es un hito del cine independiente, sus creadores los Duplass revolucionaron el cine mumblecore y ahora tiene una nueva producción para la pantalla chica titulada Togetherness