En tiempos de crisis, los roles femeninos de películas y teleseries funcionan mejor que nunca como termómetro de la misma sociedad que tratan de representar. Edurne Uriarte, en “Contra el feminismo”, glosaba los logros de “Sexo en Nueva York”, la serie, ponderando su destreza para convertir un estereotipo anecdótico e instrumental del género –la ninfómana- en un personaje protagonista con fondo, corazón y algo parecido a un discurso. De la mano de Samantha el detalle pasaba a primer plano –o a plano medio de secundario cómico con poso amargo y trama sentimental- por la via de la normalización de la sexualidad a flor de piel, con los pros (una mayor liberalización de las conductas sexuales de cara al público objetivo) y contras (la banalización inherente a toda salida del armario de la marginalidad) que ello conlleva. Uriarte obviaba, seguramente aposta, que la serie funcionaba también, igual que otros muchos artefactos con la etiqueta de la incorrección política, como afilada propaganda sensiblera de los sempiternos valores tradicionales: la familia, el amor y el mercado, no necesariamente en ese orden. La operación, no obstante, era lo suficientemente hábil, ya que los árboles del controlado escándalo impedían ver el bosque de la ramplona moralina, y cuando estos se apartaban, lo mismo daba, porque el invento funcionaba con ritmo, gracia y empaque. Corrían días de bonanza económica y desconexión cerebral, y todos estábamos dispuestos a tragarnos ricamente estos cuentos de hadas anoréxicas y estrafalarias, más modernas que guapas, más estilosas que boyantes, calzadas con manolos y adictas a las compras desenfrenadas.
La crisis mundial trajo consigo un necesario cambio de paradigma, no tanto por imperativos económicos sino por un cambio en el sentir general del público objetivo. Llegó un momento en el que, dada la gravedad de la situación, un planteamiento como el de “Sexo en NY” se convirtió en pura pornografía, no por la explicitud de sus diálogos o escenas sexuales, sino por su gráfico exhibicionismo del glamour. Y como buenos vendedores de humo, los principales artífices de los modelos de la riqueza y el consumo se pasaron a la manufactura de modelos de supervivencia (o de aliento moral) para tiempos convulsos. New girl y 2 broke girls nacieron con esta nada disimulada intención: la redención de una clase media, antes altiva y avasalladora, que ahora bajaba la mirada con sentimiento de culpa, sumada a una cierta erotización de la pobreza muy coherente con una lírica de la indignación. En New Girl Zooey Deschanel, en el personaje de Jess, demostraba que la estilización del hipster era compatible con la incómoda realidad de compartir piso y llegar a fin de mes con la lengua fuera. 2 broke girls, surgida ni más ni menos que de la cabeza visible de Sexo en Nueva York, Michael Patrick King, era más osada en sus objetivos: contraponía dos arquetipos bien diferenciados en la arena social, la pija pavisosa, rubia y cool, y la macarra barriobajera, espabilada y artera. Obviamente, la serie tenía un propósito que no tardaba en desenmascarar: dejar a la pija en evidencia, mostrarla como un modelo caduco y en crisis, necesitado de urgente adaptación; y romper la lanza por la macarra –irresistible Katt Dennings-, equiparando su sexualidad a la de un torbellino devastador. ¿Por qué querer hacértelo con la princesa cuando es mucho mejor hacértelo con la camarera? Propaganda sexual en la era del curro basura. Porque si en The Jacket, el rol de camarera era perfecto para evidenciar el fracaso existencial de un personaje tras un viaje en el tiempo, ahora sólo es un elemento más del estado de las cosas. Las chicas de la calle pueden ser cultas, ocurrentes, ingeniosas, buenas conversadoras y maestras de empatía, por el mero de hecho de que esta calle hipotética, cual campo de batalla ordinario, se ha ampliado hasta límites inesperados. La calle ahora es global y los sin techo somos todos.
Más. Si bien el modelo arriba señalado resultaba todavía inofensivo a grandes rasgos, en parte por ofrecer todavía demasiado apego a la fórmula sitcom de humor blanco no precisamente de moda en la era HBO, la llegada de Girls de Lena Dunham iba a revolucionar definitivamente el panorama. Dunham, primera en reconocer la deuda de Sexo en Nueva York, ya había dado muestras valiosas de su estilo y discurso en la indiérrima Tiny Furniture, minúscula e irregular, pero lo suficientemente rica como para servir de punto de partida de vete a saber qué cosas. El gigante Apatow dio forma y contexto a lo que había de verdaderamente rompedor en Tiny Furniture, sin olvidar esa querencia por el sexo humillante, sucio y vejatorio, que servía de contrapartida femenina a las antihazañas acrobáticas de Ben Stiller en películas como “Algo pasa con Mary” o “Y entonces llegó ella”. El resultado fue una reinterpretación de Sexo en NY para otro público y otras expectativas (frustradas), centrado en la crisis del yo, la supremacía del ego y la universalización del talento efímero y mal entendido: algo que, de tan antihipster en concepto, se convertía en la esencia de la modernidad imperante, cuya buscada frivolidad quedaba difuminada, como en Bret Easton Ellis o Gossip Girl, por un discurso soterrado sobre la banalidad globalizada y un acertado distanciamiento irónico que magnificaba sus hallazgos.
Más interesante que alabar las virtudes de la Dunham (ya hay otros que lo hacen mucho mejor) me resulta retroceder un poco en el tiempo y recuperar algunas películas de la época de bonanza económica en la que todavía Sexo en NY era un modelo aceptable. Comedias románticas como “27 vestidos”, sátiras inofensivas como “Confesiones de una compradora compulsiva” o incluso tragicomedias amables como “El diablo viste de Prada”. Cualquiera de estos tres ejemplos sería impensable en un momento como el que atravesamos, valga el ejemplo de la tercera, con su justificación de la explotación laboral por amor al brillo de los flashes y al clic clic de las copas, que pudo tener su acerada contrapartida en la injustamente menosprecida “Nueva York para principiantes”. Igual de disfuncionales resultan hoy las dos películas para la gran pantalla de “Sexo en NY”: especialmente en la segunda entrega puede diluciarse la imposibilidad de adaptarse a los tiempos de la nueva conciencia social, pero también, y esto es mucho más importante, el surgimiento de un nuevo humor involuntario basado en la supremacía (intelectual, moral, económica) del Occidente civilizado sobre el segundo y tercer mundo. Escenas como la de las árabes mostrando los carísimos vestidos que esconden bajo sus túnicas, o la misma imagen promocional de Sarah Jessica Parker caminando por el desierto sobre sus inseperables manolos, situaban a la película, vista hoy, más cerca de “El dictador” de Sacha Baron Cohen que de cualquier capítulo de la serie primigenia. Lástima que el tono de la película y, sobre todo, su dilatadísimo metraje plagado de tiempos muertos y de momentos olvidables, no estuviera a la altura de esos chispazos de auténtico terrorismo colonizador.
¿2 broke girls MOLA? Es que eso de “la erotización del lumpen” me ha gustado mucho.
mola y mola un monton
Un artículo brillante.
Muy buen artículo, me parece que estas series tienen ese factor termómetro de la sociedad como dices, a mí la serie Girls me ha gustado mucho, creo que es muy divertido ver cómo se habla abiertamente del sexo pero no se pone siempre como un ideal, además las chicas son más comunes y eso hace que uno se identifique con elllas.