Mucha de esa gente que ves por las calles de tu ciudad, y que son modernos, siguen cumpliendo años. Los hay de todo pelaje, pero hablemos de los chicos que han, de alguna forma, triunfado. No, no me refiero a esos que salen en las revistas, sino a los que están en la sombra, en la oscuridad, bebiendo gin tonics. Es el cuarentañero de pose juvenil, mente abierta y con casa propia. Hombres que son exnovios y han tenido largas relaciones tiernas, algunos han estado casados, e incluso tienen hijos. Ahora, sus trabajos de cineastas, guionistas, escritores, abogados, ingenieros o arquitectos les permiten, aunque tengan que pasar una pensión, decorar con estilo caballero moderno un bonito piso en el centro. Atrás quedan los años de competitividad e idealismo, ahora llegan los de la camaradería, el fetichismo y la independencia real. Si te adentras en su mundo pronto observarás rasgos distintivos en forma de objetos: un perfume personalizado que han preparado para él en un exclusivo y pequeño paraíso del aroma, una antigua máquina de escribir que en su día fue basura y ahora luce resplandeciente y reparada en la mesa del salón, objetos retro, desde sillas hasta lámparas rojizas sesenteras, paredes grises, ambiente minimalista roto por el color de alguna excentricidad, y una enorme cama sin cojines.
Sentada en su sofá de piel blanca te ofrecerá un cóctel y, por supuesto, te invitará a ver cómo lo prepara. La playlist de Spotify susurrará jazz, bossa nova, clásicos, rock psicodélico. Mientras saca un licor de la alacena comentará que sus amigos adoran su forma de preparar esta bebida; aparecen frambuesas, dos copas globo, hielo. Eres unos cuantos años más joven, tus labios son rojos y tu media sonrisa te delata: estás, sin darte cuenta, entrando en el papel de jovencita que no quiere dejarse impresionar por la silla Barcelona de Ludwig Mies van der Rohe, “fabricada con licencia”, sobre la que dejaste tu bolso al entrar.
De vuelta al sofá y suenan los Smiths, él coloca posavasos bajo las copas, apoya su espalda, y se acomoda. Está tranquilo, balancea al ritmo de la música sus Derby de Hermès; cuando bebe, mira hacia adelante, preparando su conversación, quiere que estés cómoda pero no demasiado, él es un dandy algo trasnochado, tú eres una mujer con suerte. Acaba de venir de Nueva York, en breve, irá a pasar unas vacaciones a Grecia, a navegar en el barco de unos amigos, y luego a ver a la familia, “a descansar”. Tú preguntas ingenua, “oye, ¿tú no trabajas”, suena Ella Fitzgerald, él te mira como si hubieses dicho algo muy, muy ordinario. “Nena, yo soy autónomo”. Ese “nena”, ese “nena” que en sus labios es más de western que de comedia, te encanta.
Comienzan las confidencias, de esas que parecen intimidades pero contarías a cualquiera, el cine, la literatura, incluso los horóscopos, las historias de fiestas con anfitriones imposibles e invitados salidos de una novela de Maupassant. Anécdotas vividas con otras mujeres, otras mujeres que llevaban zapatos de altos y finos tacones, regalados por él, porque le gustan, y liguero, y a veces bajo sus elegantes vestidos solo un pubis totalmente depilado. Las idas y venidas a la cocina se repiten, las frambuesas se acaban. El último acto comienza. Tú, que has mantenido con muchos chicos de tu edad conversaciones sobre tus webs favoritas para ver porno y correrte a gusto, casi olvidas que así comenzaste a hablar con él, en aquella celebración de cumpleaños donde te abordó con la seguridad de los años y los bolsillos llenos. “No he conocido a muchas mujeres que hablen así de su sexualidad, que hablen de porno con hombres, con esa decisión, eso me parece muy sensual”. “¿Cómo que no?”, el tío está ya sumergiéndose donde quería.
Aquí llega la declaración de intenciones. Le pone mucho que lo dominen, que con plataformas de charol, cuyo tacón fue diseñado para la horizontalidad (las guarda en una cajita bien cerrada junto a unas esposas), se le suban encima y le muerdan los labios. O, tal vez, puede que lo que le ponga más cachondo sea dar fuertes palmadas en los glúteos, romperte las medias, “no quiero que te las quites”, y colocarte los brazos por encima de la cabeza mientras estás tumbada, agarrar con fuerza tus muñecas y hacerte el pincel con la polla mientras suplicas por ella, con el culo bien caliente, y rojo, con los ojos húmedos igual que el coño.
O no, quizás lo que quiere es que le cuentes guarradas y llamarte putita, su zorra de una noche, humillarte hasta el punto de que te apetezca casi más que a él introducirle el vibrador, que guarda en la mesilla de noche, por el ano, sí, eso es lo que quiere. Tú no estás sentada en el viejo sofá con manchas de un treintaypocoañero que comparte piso, bebiendo vino en un vaso de Nocilla, pero casi empiezas a echar de menos el misterio de descubrir si al chico que tienes delante le mola arriba o abajo, y la certeza de que lo primero que va a ocurrir es que te van a comer el coño con pasión y gratitud.
Estás ante alguien que tiene prisa. Alguien que, cuando se ha dado cuenta de que cree que sabe lo que quiere, piensa que contártelo es excitante. Suena Jobim, ahora puedes quedarte a ver la película, o irte. Todo depende de si el spoiler o el alcohol te han puesto in the mood for love. Si en cambio eres más de teaser, él te acompañará a coger un taxi.
Una sexopatía del cuarentón menos glamourosa, pero quizás
más visible y extendida y quizás también más sociológicamente más
divertida es la de esos grupos de divorciados/separados/hartos-de-su-novia-o-esposa
que juntan a medianoche para intentar conseguir lo que quizás no conseguían ni
con veinte años menos, con un hígado que, francamente, ya no está para esos
retos y que, en resumen, forman una de las especie más comunes de la fauna
nocturna nacional.