Las recetas contra la solemnidad de R.A. Lafferty

Soy el tipo que lo mantiene todo en marcha. Si yo no estuviera aquí, vosotros tampoco estaríais aquí. Lo sé todo, soy un sabihondo. Usura y compra de objetos robados. En cualquier momento en que deje de veros, podéis arramblar con todo. Se aceptan luchas y combates al estilo campesino”. Estos avisos pueden leerse en los carteles que rodean la cabaña del Hombre Robusto, a la que llegan el capitán Roadstrum y su tripulación mediado el cuarto capítulo de Salomas del espacio, la desternillante parodia espacial de La odisea de Homero que escribió un ingeniero electrónico de Iowa llamado Raphael Aloysius Lafferty. Por R. A. Lafferty le conoceréis en rastros y librerías de viejo, si tenéis la suerte de dar con alguno de los volúmenes que Edhasa o Acervo publicaron en sus sellos de ciencia-ficción a finales de los setenta, concretamente entre 1976 y 1980. Pero volvamos a la caseta del Hombre Robusto, que podría ser algo parecido a la escotilla de Lost, en la que el pobre Desmond se hallaba confinado víctima de una compulsión que le obligaba a teclear a cada rato una combinación de números que, si dejaba de pulsarse, podía motivar el fin del mundo. El Hombre Robusto llega a un peculiar acuerdo con Roadstrum, el trasunto de Ulises en la novela de Lafferty, en base al cual le deja al mando de la cabaña desde la que se controlan los mundos durante un rato. Pero ese rato se alarga días y días, y Roadstrum empieza a preguntarse donde andará el maldito Hombre Robusto, el tipo que lo mantiene todo en marcha. La respuesta que este proporcionará a su regreso, semanas después, será escueta: estaba tomándose un descanso. Conociendo a los personajes de su autor, podemos aventurar que el Hombre Robusto se dedicó a ir de parranda y empinar el codo en tabernas interplanetarias, y a echar largas cabezadas allí donde haya sombra. Una de las constantes de la obra del autor de Salomas del espacio es precisamente el rehuir a toda costa la trascendencia. La suya es una “cruzada contra la Solemnidad”, y tomo prestada esta definición de la contraportada de un libro de relatos de Augusto Monterroso, autor que comparte con Lafferty, salvando las distancias genéricas, un acerado sentido del humor, tan corrosivo como sumamente agradable a los sentidos.

This is our man. Fotografía de Patti Perret (pattiperret.com).

Hasta el verano pasado no conocía a Lafferty. Un día, Javi Camino (el capataz y sumo sacerdote de Magnetova Entertainment) me preguntó si me sonaba, ya que había visto un artículo en el que Michel Houellebecq hablaba maravillas de él. Yo jamás le había oído nombrar, pero empecé a investigar. Tan solo tenían libros suyos en una de las bibliotecas de la Diputació de Barcelona, en Santa Coloma de Gramenet. Me quedé con ese dato pero no hice nada con él hasta que, en mi siguiente visita a Santiago de Compostela, echando un vistazo por Follas Vellas, una conocida librería de segunda mano de la ciudad, Javi y yo dimos con nada menos que tres libros de Lafferty. Compré dos. Esa noche, dándole vueltas al error que podía haber cometido al no llevármelos todos, decidí que volvería a por el tercero. Uno era Salomas del espacio, y los otros dos un libro de relatos llamado Novecientas abuelas y Llegada a Easterwine: autobiografía de una máquina ktisteca, otra de las poquísimas novelas suyas que se han traducido al español. En el mercado norteamericano existen unas cuantas más, pero parece ser que, a su muerte en 2002, dejó sin publicar bastante material. Recientemente, han ocurrido dos cosas: una es que en 2011 salieron a la venta los derechos de 26 de sus novelas y 255 relatos cortos, muchos de ellos publicados en antologías, revistas especializadas o ediciones baratas y limitadísimas. El otro acontecimiento es en realidad una anécdota curiosa: el año pasado, alguien llamado Andrew Ferguson ganó el premio que otorga cada año la Bibliographical Society de la Universidad de Virginia con una tesis doctoral sobre Lafferty.

He hecho como doce o trece fotos de los libros, todas tan malas como esta.

En cuanto a mí, continué mis pesquisas y adquirí, después de localizarlos a través de Internet, otros dos ejemplares: la novela La tercera oportunidad, un tomo muy vintage publicado por Rumeu Editor, y el libro de relatos Los seis dedos del tiempo, cuyas narraciones conforman, junto a las de Novecientas abuelas, una única antología publicada originalmente bajo el mismo título de “Nine hundred grandmothers”, solo que, en España, Edhasa decidió sacarla en dos entregas. Lafferty debe su reputación de culto principalmente a esta portentosa colección de relatos. En ellos, el escritor estadounidense, echando mano de un demoledor humor absurdo, se divierte mofándose de nuestras contradicciones y limitaciones, cuando no se dedica a satirizar de forma despiadada sobre los engranajes educativos y políticos estadounidenses (véanse los dos relatos sobre la raza extraterrestre de los camiroi) o a proponer retorcidas fantasías y pequeños cuentos de terror en los que la cotidianidad se quiebra de las formas más surrealistas. Hay relatos que incluso parecen proféticos. Lenta noche de un martes, por ejemplo, preludia con una lucidez inquietante una época tan frívola como la nuestra, en la que el alud incesante de nuevos contenidos informativos y culturales, que pueden quedar obsoletos en el mismo momento de nacer, hace realmente difícil saber qué diablos merece nuestra atención. Hay otro llamado Toda la gente, una historia de espionaje paranoide que parece inducida por un uso obsesivo de Facebook. Por ser católico, a Lafferty lo compararon con otro escritor que sabía hacer reír, Gilbert K. Chesterton, aunque el catolicismo de ambos era cualquier cosa menos dogmático: en relatos como Resoplón o Novecientas abuelas, el que da título a la antología, Lafferty viene a decirnos que es una soberana quimera eso de querer buscarle una lógica al origen del mundo o creer que existió un Creador concreto, con cara y ojos, que todo lo ve y todo lo puede. Lo que tenga que ser, será, y lo descubriremos a su debido tiempo. Ahora, una cita de Lenta noche de martes:

“Había sido una lenta noche de martes. Unos pocos centenares de productos nuevos habían tenido su momento en los mercados. Había habido una veintena de éxitos teatrales, dramas-cápsula de tres y cinco minutos, y varios de seis minutos, los de larga duración. Calle Nocturna Nueve —una creación rotundamente sórdida— parecía definirse como la obra dramática de la noche, a menos que apareciese un éxito de último momento”.

Comenzó a escribir pasados los cincuenta años. Había nacido en 1914 en Neola, un pueblecito de Iowa, aunque su familia se trasladó siendo él un niño al estado de Oklahoma, y fue en la ciudad de Tulsa donde residió casi toda su vida, y donde está enterrado. Recibió una medalla por su participación en la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Trabajó como ingeniero eléctrico hasta principios de los setenta, cuando empezó a dedicarse a tiempo completo a la escritura. Un derrame cerebral, que se iría agravando con el tiempo, hizo que su producción literaria empezara a menguar a principios de los ochenta, al mismo tiempo que Ronald Reagan subía al poder en los Estados Unidos. Escribió sobre todo historias de ciencia-ficción y fantasía, aunque también tiene varias novelas históricas, ensayos y una autobiografía en cuatro partes de las que sólo la primera llegó a publicarse. Nunca se casó y ninguna de sus narraciones ha sido llevada al cine ni a la televisión.

Existe una fan page suya en Facebook que, hasta el día de hoy, cuenta con la magra cifra de 275 seguidores. “Contigo somos cuatro a los que les gusta Lafferty”, me decía el otro día, ironizando, Alberto López Aroca, quien le dedicó una sucinta y hermosa entrada al escritor en su blog. “Tú, yo, Alan Moore y Neil Gaiman. Con Ferguson (el tipo que escribió la tesis doctoral) cinco”. Gaiman ha glosado las virtudes del autor de Novecientas abuelas en repetidas ocasiones. Yo le comento a Alberto que a este selecto club de fans habría que sumar, entre otros, a Houellebecq y a Roberto Bolaño, otro devorador de ciencia-ficción, que le menciona en uno de los poemas incluidos en el grueso tomo recopilatorio La universidad desconocida (Anagrama). Otros escritores de ci-fi como Harlan Ellison o Gene Wolfe también han dicho en ocasiones que Lafferty merece algo más que una nota a pie en la historia de la literatura norteamericana. En 2008, durante la última huelga de guionistas en la televisión norteamericana, de la que seguro que muchos os acordaréis, el cómico y actor Bill Hader, natural de Tulsa, la misma ciudad en la que residió Lafferty, aprovechó para llenar su espacio en una emisión de Saturday Night Live con una sección en la que recomendaba sus libros favoritos. Uno de ellos era Novecientas abuelas, del que decía que no se parecía a nada que hubiera leído antes.

Si uno trata de hacerse una idea de la opinión generalizada al respecto de la obra de Lafferty, mirando en foros y páginas especializadas en ciencia-ficción, se dará cuenta de que hay gente que pone en cuarentena sus libros por ser difíciles, complejas o ininteligibles. Son acusaciones injustas. Personalmente, es uno de los clichés que más detesto, ya se trate de literatura, de cine o de cualquier forma de expresión artística. Los buenos libros no tienen por qué ser fáciles. A menudo, la paciencia gratifica, y como decía Jack Green en uno de los artículos que conforman ¡Despidan a esos desgraciados! (Alpha Decay, 2012), “no hay de qué preocuparse si algo no queda claro a medida que se lee, ¡sigan leyendo, levantando por completo un pie para plantarlo en la siguiente porción de suelo!”.

Veamos el curioso caso de Llegada a Easterwine: autobiografía de una máquina ktisteca. Es un libro que, sí, parte de una premisa singular, utiliza un lenguaje artificioso o lírico en ocasiones e implica cierto grado de complejidad, pero de lo que nadie parece darse cuenta es de que no es que sea una novela difícil o indescifrable en sí, sino que su tema principal es precisamente ese: la imposibilidad de aprehender la vida, de descifrar sus claves definitivas. La novela trata sobre unos tipos que construyen una máquina cuya misión es la de responder a las preguntas recurrentes del ser humano, esto es, quienes somos, de donde venimos, a donde vamos, para, una vez obtenidas las respuestas, avanzar de una vez hacia otro estrato de la existencia, menos dubitativo y lamentable. Pero todo intento de desvelar el gran enigma se saldará con un rotundo fracaso. Es una novela sobre todo y a la vez sobre la Nada, que ya acechaba a los protagonistas de La tercera oportunidad, la primera novela que escribió Lafferty. De todas formas, captemos o no el meollo del asunto de Llegada a Easterwine, por el camino conoceremos a un variopinto y delirante grupo de personajes que se lanzan pullas y se gastan bromas todo el tiempo, incluida la misma máquina que, no en vano, es la protagonista de la historia. De Flann O’Brien a Tom Sharpe, pasando por Saki o el Kennedy Toole de La conjura de los necios, los mejores escritores cómicos siempre brillan a la hora de poner palabras en boca de sus personajes, y Lafferty no es una excepción. Sus diálogos, ricos en humor negro, juegos de palabras y dobles sentidos, son una gozada. Siempre y cuando las traducciones, que en la ciencia-ficción no siempre son todo lo buenas que deberían, no se interpongan entre nosotros y lo escrito. La voz literaria de Lafferty era única e inimitable. Y ni siquiera una traducción mediocre podía echar por tierra sus logros.

Leer La tercera oportunidad fue una experiencia singular: estaba traducido de forma no ya poco acertada, sino directamente deficiente. Incoherencias de géneros y plurales, frases con múltiples errores gramaticales o que de todas las opciones posibles parecían haber escogido la peor; sin embargo, no estoy seguro de que sea una gran novela, pero no podía dejar de leerla. Los arrebatos de poesía extraña y los chistes salvajes llegaban y se sucedían a un ritmo irresistible. Ahí va un aperitivo:

“Walter Copperhead explicó lo relativo al individuo que cortejó a una mujer con el fin de examinarla las entrañas.

—Te las volveré a colocar dentro y lo coseré —dijo él—. Sólo quiero verlas una vez.

—No, no, no —protestó ella—. Muchacho, yo me había imaginado una cosa mejor…”

Con esta clase de anécdotas se entretienen unos a otros, en sus tiempos muertos, los personajes de Lafferty. Cuando empecé a leer sus libros, pensé que podía estar bien ir apuntando frases y pasajes que me gustaran por si terminaba escribiendo algo sobre él, y al principio lo hice, pero entre mi anarquía vital, que me tiene leyendo en cualquier parte, no necesariamente con una libreta a mano, y lo poco disciplinado que soy, mi proyecto de citas fracasó vilmente. No sé si la elección de este chiste puede llevar a la inexacta conclusión de que Lafferty es uno de esos escritores de inodoro, a los que hay que leer mientras se caga, así que aclararé que a) los inodoros son un lugar tan respetable como cualquier otro para leer, b) cagar es muy importante en la vida y c) en todo caso, incluso si metiéramos alguna novela de Lafferty en el revistero del baño, Lafferty sería ALTA LITERATURA DE CAGADERO. Alta, ¿me oís?

Que preciosidad.

En otro pasaje de La tercera oportunidad, Tomás Moro entra en cólera porque se está cagando y la única letrina que hay en el lugar donde él y su grupo se encuentran está ocupada. Mientras trata de contener las carcajadas, un monje que conoce la zona les cuenta lo que ocurre: “Ahí está ese ciudadano de Goslar con su singular negocio. Se está sentado noche y día en el orinal y no se levanta de él hasta que le hayan pagado una moneda. Resulta que no hay otro en toda la ciudad de Goslar. Ni amenazándole se levanta para dejar sitio a otro. Exige que se le entregue una moneda. ¡Escucha al buen Tomás! ¡Mira qué voces de enojo levanta! Pero el ciudadano de Goslar no se mueve”. A regañadientes, Tomás acabará mendigando una moneda entre sus amigos para poder hacer sus necesidades. En realidad, en las grandes ciudades de hoy ya hay sitios en los que tienes que pagar dinero para usar el baño, o, en el caso de bares y restaurantes, se te exige que consumas algo, sin importarle al patrón una mierda que tu diarreico culo esté a punto de ponerse a llorar lagrimones de mierda. Defecar es un asunto serio, señores.

La ciencia-ficción es el último territorio, en la vasta jungla de la literatura, en el que adentrarse sigue siendo toda una aventura. Ahora que editoriales como Alpha Decay, Sexto Piso, Pepitas de Calabaza, Nórdica, Blackie Books y otras están ocupándose de buscar y editar todo lo que en España se pudo pasar por alto de la literatura internacional y nacional, seguimos padeciendo el endémico déficit de atención hacia el género fantástico. Existen casos particularmente flagrantes, como el de Roland Topor, de quien Anagrama publicó el espléndido Acostarse con la reina y otros relatos y Valdemar, en los 80, sacó la novela en la que se basa El quimérico inquilino de Polanski. Hace poco se reeditó, en una lujosa edición, su suculenta Cocina caníbal. Pero un montón de novelas suyas permanecen inéditas aquí, y yo no sé francés para poderlo remediar y leerlas en su lengua original. Exceptuando un puñado de editoriales como Valdemar, Minotauro o La Factoría de Ideas, leer en español a ciertos autores de género es una odisea. Para probar las mieles de Harlan Ellison hay que ir coleccionando relatos sueltos en antologías remotas, otros como Sturgeon o Aldiss han corrido mejor suerte pero su obra anda repartida por varias editoriales, de Vonnegut hay bastante aunque faltan unas cuantas por traducir, de Fredric Brown o de Spinrad ha ido saliendo algo, pero quizá va siendo hora de que alguien empiece a echarle un vistazo a los índices de títulos publicados en las colecciones de Nebulae (el sello de ciencia-ficción de Edhasa), en Acervo u otras editoriales, y se plantee si hay libros que pueda valer la pena reeditar. Aunque también es cierto que una de las cosas que hace emocionante leer ciencia-ficción es precisamente su oscuridad: el hecho de encontrarte en los Encants, el Mercat de Sant Antoni o alguna librería de segunda mano con un autor del que no habías oído hablar, y preguntarte si valdrá la pena comprarlo. Experimentar la alegría de toparte con un título que llevabas años buscando. Consagrar una mañana a cruzar Barcelona para acercarte a una biblioteca pública que está en la otra punta de la ciudad y que es la única que tiene ESE libro que quieres leer imperiosamente.

Siento que ya he cumplido con mi tarea, mi deber de informar. Terminaré, entonces, parafraseando de nuevo a Lafferty. Esta es una cita de Resoplón, un relato en el que un oso implacable y gigantesco acecha a un grupo de exploradores. Creo que sirve para definir no sólo su actitud ante las cosas importantes sino también la finalidad última de sus escritos, que no era otra que divertir: “¿Y nunca tuviste la esperanza de que entre toda esa prodigalidad de mundos, uno por lo menos haya sido hecho por pura diversión? Uno al menos tendría que haber sido hecho por un niño travieso o por un duende atolondrado, con el único propósito de mostrar a los demás en la perspectiva adecuada, de desinflar la pomposidad del cosmos”.

Ilustración sacada de http://laemeur.blogspot.com.es/

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