Es difícil evocar el fenómeno de Kate Moss sin parafresar una leyenda que ya ha sido escrita. Las biografías de Moss sucumben a menudo ante esta trampa de reescritura legendaria: unas escenas repetidas hasta el infinito, los mismos personajes fatídicos, el mismo destino de la leyenda… No es la vida de Kate Moss lo que cuentan las biografías sino una leyenda escrita con anterioridad y que se repite idéntica, en forma de bucle (…)
Christian Salmon. Kate Moss Machine
Respeto las religiones como ejercicios de fe y de creencia, y no elevaría el mundo de los fans al nivel de una religión. Tampoco denigraría a los fans por tener falsas creencias, pues no se trata de creencias sino de ética y de narraciones que sintetizan valores compartidos.
Henry Jenkins. Fans, bloggers and games
Cuando yo era un chaval, allá por los noventa, las niñas llenaban sus carpetas de fotos adhesivas de los New Kids of the Block o Europe, y nosotros preferíamos poner pegatinas de tías buenas a secas, de protovigilantes de la playa o de las chicas pijas y por entonces modernas de Sensación de vivir. Nuestras carpetas y cuadernos no eran otra cosa que muestrarios de la más básica idolatraría desapasionada de cara al público, una búsqueda desesperada de calor y de la aprobación general que nace de una complicidad compartida. No hay nada mejor para contrarrestrar la egolatría y el narcisismo del adolescente que la compartición de ídolos como forma de comunicación y cultura popular. Idolatrar públicamente te hace más humano, más sensible y por supuesto también más empático y humilde. Constituye una de los primeros caminos para el acceso a la normalidad perseguida, a la norma apacible, con el objetivo de establecer una relación cercana con un posible Otro que en el fondo está igual de necesitado –sexualmente- o de poder y reconocimiento que tú.
No éste el tipo de ídolos de los que pretendo hablar aquí. El verdadero ídolo siempre ha sido secreto, personal e íntimo, como lo es la relación que establecemos con él. Autores como Henry Jenkins se han cuidado mucho de comparar esta relación con la que tiene lugar en las religiones, aunque no han excluido que en ella aparezcan, ocasionalmente, elementos de una cierta religiosidad, o incluso una liturgia particular, en formas casi paródicas. La admiración es un proceso interno que cada uno interpreta a su manera, y que ha de pasar forzosamente por un filtro único de obsesiones y ambiciones muy particulares y previamente interiorizadas. Es nuestra imagen de futuro idealizado, posible o paralelo: aquellas figuras a las que nos gustaría parecernos en un momento dado (si fuerámos otros, en otras circunstancias, o simplemente, más adelante…), y no simplemente alguien con quien nos gustaría compartir un cóctel en un chiringuito, poner a cuatro patas o estar a su vera en su jacuzzi de ribetes dorados. Esto implica que, cada vez en mayor medida, la existencia del ídolo sea demasiado íntima como para ser compartida a la ligera (en la superficie de una carpeta que se lleva a clase, o incluso, en la información pública del perfil de Facebook, su equivalente actual), pero sí en compañía de afines (foros de Internet, sin ir más lejos). En ningún momento conviene olvidar que hablamos de una proyección del yo. De eso que creemos que podremos llegar a ser, representado por la figura de alguien con el que conectamos a un nivel profundo y espiritual. En Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero habla de la idolatría como un proceso por el cual los objetos de deseo aparecen subrayados ante nuestros ojos, como si se cubrieran de una serie de cristales resplandecientes. Esto no sólo es aplicable al fenómeno amoroso, sino que además explica bastante bien la relación que adolescentes y no tan adolescentes mantienen con Justin Bieber, Kristen Stewart o Miguel Ángel Silvestre. Basta con asistir a una de las famosas alfombras del festival de Málaga, en las que decenas de quinceañeros corean el nombre de los famosos y no pierden ocasión de abalanzarse sobre ellos sin buscar otra interacción que el propio acoso dentro de unos límites controlados. El mero acto de adorar en grupo ya es orgásmico en sí mismo. A veces el contacto físico llega incluso a estar de más, no hablemos más ya de una interacción más profunda y extendida en el tiempo: ni se busca ni se desea desde el plano realista, pues las normas de la ceremonia ya presuponen una cierta distancia prudencial e inviolable entre los fans y sus respectivos ídolos.
Hace unos días comencé a leer A GOLPES CON LA VIDA, una biografía de Poli Díaz llena de participios en cursiva, sobradas de órdago y mamporros a destajo. Tengo que reconocer que lo primero que hice fue ir directamente a la parte de su experiencia en el porno, pero luego regresé al comienzo, a la narración de su infancia en Vallecas. En ella, el Potro describe su primera relación con sus primeros ídolos, encabezados por El Vaquilla, protagonista de algunas de las más famosas películas de José Antonio de la Loma. Poli cuenta como una tarde cogió su bici y se tiró por un terraplén, intentado imitar a su héroe de la peli, de una forma muy similar a la que otros tantos niños amenazaron con saltar azotea abajo enfundados en disfraces de Supermán o Spiderman. Cuando llegué a la carretera, cuenta el futuro boxeador en el libro, no pude frenar y me di un hostión contra el 10, el único autobús que venía de Madrid, que no me atropelló de milagro. El conductor salió de la cabina acojonao y pegándome voces: “¿Pero estás gilipollas o qué, chaval?. Y yo, que estaba jodío del guarrazo que me había pegao, me levanté muy chulito y le dije: “Pero que hablas tú, pringao, que yo soy El Vaquilla”.
La anécdota de Poli Díaz no deja de ser un caso particularmente ilustrativo de la relación del fan con el su ídolo, adornado por esos cristales resplandecientes de los que hablaba Ferrero y que le hacen adquirir los contornos de una figura heroica. Y más interesante resulta sin duda esa identificación absoluta y puntual que se da con el Otro admirado, hasta el punto de producirse una proyección de la personalidad, como si el fan fuera temporalmente, y casi siempre frente a una amenaza o peligro, poseído por la personalidad del ser admirado. Esta confusión de roles es el único camino por el que el sujeto llega a convertirse a su vez en objeto y mito de otros, como le acabaría ocurriendo al propio Poli, llegando de alguna manera a recoger el testigo de su héroe (¿tal vez a suplantarlo, a poseerlo?) en la mitología popular, siempre cambiante y permeable. O como el videoblogger Chris Crocker, que se hiciera famoso por unos vídeos de Youtube sobre su mito Britney Spears, llegara a protagonizar un documental sobre su vida (Me@theZoo, de Chris Moukarbel y Valeria Veatch), como si de una estrella real se tratase. En los tiempos en los que vivimos la transformación de fan en mito es más inmediata e inevitable que nunca. Principalmente porque los fans son a su vez mitos de otros fans, y los ídolos necesitan bajar de su poltrona y reafirmarse como fans para proyectar esa humanidad que necesitan para parecer cercanos sin dejar de ser amados y admirables.
A modo de conclusión, saquemos a colación otro exitoso y reciente documental: Searching for Sugar Man de Malick Bendjelloul. Se trata de una deliciosa peliculita que a partir de un caso real que parece ficción construye una interesante paráfrasis sobre la realidad actual del mito, en la línea de Anvil de Sacha Gervasi, Cravan vs. Cravan de Isaki Lacuesta o Quiero tener una ferretería en Andalucía de Carles Prats. Bendjelloul nos relata la historia de un mito de carne y hueso, el cantautor Rodriguez, elevado a figura de culto en Sudáfrica mientras vivía en Norteamérica una existencia gris y ordinaria, con un absoluto desconocimiento de su éxito paralelo. El principal mérito del documental es contraponer drásticamente una primera parte en la que el personaje es presentado como un mito legendario (todas las teorías acerca de su muerte) y una segunda parte que narra un lenitivo triunfo real en la sociedad global, que el espectador puede disfrutar como una experiencia propia. Con una pasmosa habilidad a la hora de pulsar las teclas emocionales pertinentes, de alguna forma Searching for Sugar Man nos está hablando también del héroe como constructo colectivo, con un discurso que deja entrever cierta inclinación por la fantasía (o el malditismo) frente al triunfo de la justicia poética. Porque, en el fondo, cuando Rodríguez se convierte en el centro del clamor de las masas, deja de ser interesante. Es el Rodríguez real poseyendo al mito, justo la experiencia opuesta a la que tenía lugar entre El Vaquilla y el niño Poli Díaz. No deja de ser significativo que la película acabe ahí, pues ya no hay más historia que contar: ¿quién quiere saber lo que le ocurre a la pareja de comedia romántica después del beso o el matrimonio? Y es que en el fondo nuestros ídolos nos pertenecen, están construidos a nuestra medida, y las interferencias del plano real no hacen más que sumirnos, a la larga, en el desencanto o en el cinismo. Y alguien que carece de mitos es casi tan aburrido como una realidad sin leyendas.
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